Entrepeñas and Buendía have not water
Mon, 27/06/2005
GUADALAJARA. A tan sólo cinco kilómetros de llegar a Sacedón encontramos la primera señal de que este paisaje alcarreño pintado hasta ahora a base de encinas y pinares no es tan idílico como parece. «Trasvase no», puede leerse en una de las escarpadas paredes que conforman este cañon. Por él discurre el Tajo, ya resguardado aquí en el embalse de Entrepeñas. Lo que hace unos años era conocido como el Mar de Castilla, hoy sólo tiene de «marino» las algas secas sobre el terreno antes cubierto por agua del embalse de Buendía. Ambos forman el sistema que regula el trasvase Tajo-Segura, el mismo que en Murcia reclaman como agua de mayo para su desarrollo, pero que aquí ha acabado asociado a la falta de progreso.
Pisamos esas algas secas, que nos libran de mancharnos de barro hasta las rodillas, para acercarnos a uno de los secretos que esconde este embalse, el Real Sitio de la Isabela, donde Fernando VII mandó construir un palacio y un balneario tras haber probado sus aguas. Sobre la tierra agrietada se yerguen las ruinas de lo que fue este pueblo, anegado por las aguas del Guadiela (afluente del Tajo), que asoman ahora que el embalse está sólo al 20 por ciento de su capacidad. Entre la paz que da encontrarse como en la cuna de una civilización y la desazón que produce la falta de agua, Ramón Escamilla, teniente alcalde de Sacedón, nos explica que «nunca lo había visto así», otras veces sobresalían algunas ruinas un poco sobre el agua, pero hoy podemos tocarlas en tierra. «Cuando el embalse está bien el agua llega hasta los pinares» (varios cientos de metros más arriba), pero ahora parte de esa zona inundable aparece cubierta por trigo, que los agricultores siembran tras pedir un permiso y pagar el correspondiente canon a la confederación hidrográfica.
Las mismas algas que pisamos, «desagradables para el baño», dice Ramón, explican que el auge de la oferta recreativa se haya dado sobre todo en el vecino embalse de Entrepeñas, que se abre a los pies de Sacedón. Allí las ruinas dejan paso a multicolores embarcaciones y potentes motoras donde madrileños, en su mayoría, acuden cada fin de semana para disfrutar de los deportes náuticos. Una actividad que durante décadas ha supuesto el florecimiento de múltiples negocios de alquiler y reparación de embarcaciones, motos náuticas, una escuela de vela... y que hacen que este pueblo de 1.700 habitantes cuadriplique su población en verano. «Aquí mucha gente vive de esto», dice Escamilla, lo mismo que en las regiones costeras viven del turismo de sol, playa y campos de golf. Ricardo Ortega es uno de ellos.
Le visitamos en su taller donde repara las embarcaciones para que cuando vengan sus clientes las tengan a punto. Entre las que están en dique seco, «forzoso» -dice-, nos explica que su negocio ha sufrido varias crisis pero «como ésta ninguna. Nadie en esta zona entiende que se aprueben trasvases injustificados, porque no se puede dar lo que no hay, esto no es un río, es un embalse». Matiza lo del río porque lo que les dijeron después de la última sequía fue que iba a realizarse un trasvase desde el Ebro al Levante, y las aportaciones de agua del Tajo al Segura se reducirían.
Pero ese trasvase ya no existe. La situación es tal que reconoce que no sabe si podrá acabar la temporada. No quiere cuantificar sus pérdidas, pero nos da una idea de ellas: «Para pagar los impuestos tengo que ir a pedir créditos». Ricardo vino de Madrid hace 22 años, ahora tiene 46, dejando su carrera de Económicas y Empresariales porque «las perspectivas aquí eran buenas». Ahora, le recomienda a uno de sus hijos, de 11 años y que ya quiere seguir sus pasos, «que se olvide de la continuidad del negocio, no es operativo». Y es que sabe que «la solución no es inmediata, el problema es muy grande». Sólo pide que «nuestra garantía sea la misma que la de ellos» (la cuenca del Segura), porque si no «qué hacemos, nos fastidiamos todos ¿o qué? Si no tenemos agua para comer, para qué queremos agua para beber», afirma tajante. «Al final tendremos que irnos a la costa, que de un agua o de otra no falta», dice no sin razón.
Esa garantía de la cuenca receptora del trasvase de la que habla Ortega, se paga a la cuenca cedente para que invierta en obras hidráulicas en la zona. El teniente alcalde de Sacedón incide en que no sólo deberían ser para infraestructuras relacionadas con el agua, sino para todo aquello que tenga que ver con el desarrollo, pues «los pueblos se están abandonando». Pero es que ni siquiera se han hecho esas infraestructuras hidráulicas, principal problema del que adolecen los municipios ribereños de Entrepeñas y Buendía, que en muchas ocasiones tienen que ser abastecidos con camiones cisterna.
Casasana, una pedanía a 8 kilómetros de Sacedón, aunque pertenece al municipio de Pareja, lleva años padeciendo este problema, agravado ahora por la sequía. De que es un pueblo olvidado y en su día «retirado» nos da idea el monasterio cisterciense en ruinas que dejamos a nuestra derecha para ir a visitar a sus 28 habitantes. Antes eran unos pocos centenares, ahora sólo alcanzan los cien en verano, cuando vuelven los que se han ido. Como Juliana y Julián, él camionero jubilado, que vienen a pasar temporadas desde Madrid. Los encontramos sentados en el murete de la iglesia, en la calle Mayor -donde el único símbolo del progreso es un cartel de una marca de helados, desteñido por el fuerte sol que ilumina esta tierra de contrastes-, junto a Benigna, «la ganadera». «La pila (el manantial del que se abastecen) está secándose. Mi hijo -el único que se ha quedado en el pueblo- a veces ha tenido que ir a buscar agua a otro pueblo y viene con el depósito en el tractor. Y yo temiéndome la carretera».
Dice Benigna que llevan años reclamando que les arreglen las canalizaciones, y sufren con frecuencia fugas y averías. Esto lo oye Domingo, que se ha dedicado durante años a arreglar las averías y ahora lee los contadores del agua «sin cobrar nunca un duro», y se enzarzan en una discusión porque «aquí no hay averías», dice él. Pero hay una en la plaza, que «salía un caño gordo», contesta Benigna. «Sin agua no hay vida», añade, y vuelve a reclamar que se acuerden de ellos y les hagan las obras. «En Pareja van a hacer un lago para divertirse (está en construcción un dique en Entrepeñas), me parece bien, pero primero que los pueblos anejos tengan agua». Nos despide junto a una fuente seca, y nos cuenta que disfruta cuando va a Guadalajara: «A mí me gusta mucho el progreso». Pero avanzar sin agua, es tirar en balde de la carreta.
Pisamos esas algas secas, que nos libran de mancharnos de barro hasta las rodillas, para acercarnos a uno de los secretos que esconde este embalse, el Real Sitio de la Isabela, donde Fernando VII mandó construir un palacio y un balneario tras haber probado sus aguas. Sobre la tierra agrietada se yerguen las ruinas de lo que fue este pueblo, anegado por las aguas del Guadiela (afluente del Tajo), que asoman ahora que el embalse está sólo al 20 por ciento de su capacidad. Entre la paz que da encontrarse como en la cuna de una civilización y la desazón que produce la falta de agua, Ramón Escamilla, teniente alcalde de Sacedón, nos explica que «nunca lo había visto así», otras veces sobresalían algunas ruinas un poco sobre el agua, pero hoy podemos tocarlas en tierra. «Cuando el embalse está bien el agua llega hasta los pinares» (varios cientos de metros más arriba), pero ahora parte de esa zona inundable aparece cubierta por trigo, que los agricultores siembran tras pedir un permiso y pagar el correspondiente canon a la confederación hidrográfica.
Las mismas algas que pisamos, «desagradables para el baño», dice Ramón, explican que el auge de la oferta recreativa se haya dado sobre todo en el vecino embalse de Entrepeñas, que se abre a los pies de Sacedón. Allí las ruinas dejan paso a multicolores embarcaciones y potentes motoras donde madrileños, en su mayoría, acuden cada fin de semana para disfrutar de los deportes náuticos. Una actividad que durante décadas ha supuesto el florecimiento de múltiples negocios de alquiler y reparación de embarcaciones, motos náuticas, una escuela de vela... y que hacen que este pueblo de 1.700 habitantes cuadriplique su población en verano. «Aquí mucha gente vive de esto», dice Escamilla, lo mismo que en las regiones costeras viven del turismo de sol, playa y campos de golf. Ricardo Ortega es uno de ellos.
Le visitamos en su taller donde repara las embarcaciones para que cuando vengan sus clientes las tengan a punto. Entre las que están en dique seco, «forzoso» -dice-, nos explica que su negocio ha sufrido varias crisis pero «como ésta ninguna. Nadie en esta zona entiende que se aprueben trasvases injustificados, porque no se puede dar lo que no hay, esto no es un río, es un embalse». Matiza lo del río porque lo que les dijeron después de la última sequía fue que iba a realizarse un trasvase desde el Ebro al Levante, y las aportaciones de agua del Tajo al Segura se reducirían.
Pero ese trasvase ya no existe. La situación es tal que reconoce que no sabe si podrá acabar la temporada. No quiere cuantificar sus pérdidas, pero nos da una idea de ellas: «Para pagar los impuestos tengo que ir a pedir créditos». Ricardo vino de Madrid hace 22 años, ahora tiene 46, dejando su carrera de Económicas y Empresariales porque «las perspectivas aquí eran buenas». Ahora, le recomienda a uno de sus hijos, de 11 años y que ya quiere seguir sus pasos, «que se olvide de la continuidad del negocio, no es operativo». Y es que sabe que «la solución no es inmediata, el problema es muy grande». Sólo pide que «nuestra garantía sea la misma que la de ellos» (la cuenca del Segura), porque si no «qué hacemos, nos fastidiamos todos ¿o qué? Si no tenemos agua para comer, para qué queremos agua para beber», afirma tajante. «Al final tendremos que irnos a la costa, que de un agua o de otra no falta», dice no sin razón.
Esa garantía de la cuenca receptora del trasvase de la que habla Ortega, se paga a la cuenca cedente para que invierta en obras hidráulicas en la zona. El teniente alcalde de Sacedón incide en que no sólo deberían ser para infraestructuras relacionadas con el agua, sino para todo aquello que tenga que ver con el desarrollo, pues «los pueblos se están abandonando». Pero es que ni siquiera se han hecho esas infraestructuras hidráulicas, principal problema del que adolecen los municipios ribereños de Entrepeñas y Buendía, que en muchas ocasiones tienen que ser abastecidos con camiones cisterna.
Casasana, una pedanía a 8 kilómetros de Sacedón, aunque pertenece al municipio de Pareja, lleva años padeciendo este problema, agravado ahora por la sequía. De que es un pueblo olvidado y en su día «retirado» nos da idea el monasterio cisterciense en ruinas que dejamos a nuestra derecha para ir a visitar a sus 28 habitantes. Antes eran unos pocos centenares, ahora sólo alcanzan los cien en verano, cuando vuelven los que se han ido. Como Juliana y Julián, él camionero jubilado, que vienen a pasar temporadas desde Madrid. Los encontramos sentados en el murete de la iglesia, en la calle Mayor -donde el único símbolo del progreso es un cartel de una marca de helados, desteñido por el fuerte sol que ilumina esta tierra de contrastes-, junto a Benigna, «la ganadera». «La pila (el manantial del que se abastecen) está secándose. Mi hijo -el único que se ha quedado en el pueblo- a veces ha tenido que ir a buscar agua a otro pueblo y viene con el depósito en el tractor. Y yo temiéndome la carretera».
Dice Benigna que llevan años reclamando que les arreglen las canalizaciones, y sufren con frecuencia fugas y averías. Esto lo oye Domingo, que se ha dedicado durante años a arreglar las averías y ahora lee los contadores del agua «sin cobrar nunca un duro», y se enzarzan en una discusión porque «aquí no hay averías», dice él. Pero hay una en la plaza, que «salía un caño gordo», contesta Benigna. «Sin agua no hay vida», añade, y vuelve a reclamar que se acuerden de ellos y les hagan las obras. «En Pareja van a hacer un lago para divertirse (está en construcción un dique en Entrepeñas), me parece bien, pero primero que los pueblos anejos tengan agua». Nos despide junto a una fuente seca, y nos cuenta que disfruta cuando va a Guadalajara: «A mí me gusta mucho el progreso». Pero avanzar sin agua, es tirar en balde de la carreta.