Sequía e inundaciones

Lun, 19/09/2005

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El martes de la semana pasada aparecía en la portada de este diario una fotografía, que a más de uno se le antojaría sorprendente, mostrando el paredón del azud de Sant Joan bajo una avalancha de agua. Este hecho, históricamente, no resulta en absoluto novedoso y por ello su imagen, unida a la especial sensibilidad con la que últimamente afrontamos las noticias referidas a las catástrofes que azotan el mundo, debería contribuir a que los poderes públicos tomaran conciencia de que, pese a lo que pudiera parecer, no estamos a salvo de determinados comportamientos de la naturaleza.La sequía que venimos padeciendo no es un fenómeno ajeno a la realidad física y climática de estas tierras. Quien acuñara el secular e interesado mito del «Levante feliz» sabía lo que se hacía porque, a poco que se hurgue en los entresijos de la historia agraria, se descubre que nuestros antepasados debieron de hacer frente a una pluviosidad anual escasa e irregular agravada por una distribución estacional perversa. Y es que buena parte de las lluvias solía descargar en los meses de septiembre, octubre y noviembre, momentos en los que no resultaba de ninguna utilidad para los cultivos. Por contra escaseaban en la primavera, estación clave dentro del ciclo agrícola al encontrase en pleno crecimiento la mayoría de los productos agrarios, resultando las más de las veces inexistentes en el verano, precisamente cuando más apretaba el calor y más necesarias se hacían. La sequía podía durar varios meses e, incluso, enquistarse hasta el punto de alargar su azote durante años, con lo que el labrador alicantino aprendió pronto a desconfiar de lo que el cielo le pudiera procurar y a buscar, en consecuencia, alternativas técnicas para afrontar con ciertas garantías los problemas que el medio le planteaba. No es casualidad, por tanto, que exista el modélico pantano de Tibi; como tampoco lo es que lo acompañen los azudes de Mutxamel y de Sant Joan configurando un complejo y eficaz sistema hidráulico que expertos e interesados se encargaron de ponderar en siglos pasados.
Pero con ser la sequía una amenaza para la supervivencia campesina en la etapa preindustrial, no menor peligro encerraba otro género de desastres de signo meteorológico. Entre ellos cobraban especial significación las precipitaciones de alta intensidad horaria, tan características del otoño y la primavera que, con reiterada frecuencia, provocaban importantes inundaciones y desastrosas secuelas. Y este es un hecho que tiende a olvidarse con extrema facilidad hasta que, como el pasado lunes, una intensa tormenta tuvo la ocurrencia descargar en el curso medio del río Montnegre, al que por aquí llamamos Seco no precisamente por capricho. Típico río-rambla, y al igual que muchos otros del territorio valenciano, en no pocas ocasiones a lo largo de la historia se ha convertido en furioso torrente como consecuencia de las esporádicas, pero no por ello menos imponentes, trombas de agua que, de tanto en tanto aunque con una asiduidad claramente perceptible, han hecho acto de presencia por esta época del año. Sus efectos han sido siempre desastrosos para los campos y los núcleos urbanos, segando vidas y destrozando economías.

Ejemplos se podrían aducir muchos para traer a la memoria una imagen similar a la que aludía a comienzos del artículo, pero me van a permitir que refiera los acaecido en las postrimerías del siglo XVIII por su especial significación. En esos momentos, y aun cuando en Alicante se vivía una situación semejante a la actual con la sequía sólidamente instalada tuvieron lugar fuertes aguaceros que provocaron furiosas avenidas e inundaciones. La riada de mediados de agosto de 1789, de insospechada magnitud, provocó la desaparición del azud de Mutxamel con su casamata de gobierno y el segundo tragante, serios daños en el azud de Sant Joan, que resistió a duras penas gracias a su mayor fortaleza, y la inutilización de la acequia mayor de la huerta alicantina. Lo peor, sin embargo, estaba por llegar pues una avenida mucho más terrible si cabe tendría lugar en la noche del 7 de septiembre de 1793 tras superar holgadamente las aguas del Montnegre la terraza del pantano de Tibi y precipitarse impetuosas hacia la huerta alicantina. Los caminos quedaron cortados, los molinos harineros dejaron de funcionar, las huertas resultaron arruinadas en un radio de varias leguas, apareciendo inmisericordes el hambre y la miseria. Un año más tarde de nuevo sufrirían los campos alicantinos la furia de las aguas mientras se iniciaba el proceso de reconstrucción de los azudes, empeño que no culminaría hasta comienzos del siglo siguiente. Desde entonces episodios de características similares se han venido repitiendo y la historia tiene la obligación de recordárnoslos. Más que nada por si algún día aprendemos.
Desgraciadamente en la actualidad se ha perdido la tenacidad de que hicieron gala nuestros antepasadas y hace ya años que dejamos de preocuparnos por conservar, reparar y mejorar el espléndido legado que nos dejaron. El pantano de Tibi, una de las joyas de nuestro patrimonio, se ahoga y no precisamente en agua sino en el lodo que desde hace décadas se acumula en su vaso hasta prácticamente colmatarlo e impedirle ejercer la función para la que fue construido a finales del siglo XVI. Y el agua, que el cielo sigue regalando con furia en momentos como los vividos la semana pasada, continúa discurriendo impetuosa hasta el mar porque tampoco los azudes, en su actual estado, pueden contenerla. Y allí se pierde mientras se reclaman trasvases. Convendría enfocar el problema de una vez por todas desde todos sus puntos de vista y proponer soluciones globales. Aunque solo sea porque la madre naturaleza sigue ahí, viva y, en ocasiones, amenazante.