El agua como límite
Sáb, 09/10/2004
Me he decidido finalmente por este título, barajado entre otros para encabezar estas líneas, puesto que 'limitación' tiende a evocar la cercanía a un estado terminal difícilmente rebasable; 'límite', sin embargo -que admite mejor otras acepciones en el terreno de lo virtual-, permite el abrigo de una cierta esperanza de superación de los condicionantes que así lo imponen.
Tal apetencia está relacionada, sin duda, con la inevitable deformación personal que la profesión implica, que, en el caso, supone el reto de intentar suplir determinadas carencias -sobre todo en el campo de los servicios derivados de la infraestructura dotacional-, con el empleo de las soluciones más imaginativas al alcance. Y eso a pesar de que, en palabras de un buen amigo, cueste encontrar a alguien tan incompetente como un ingeniero enfrentado a las tareas de aprehensión de una realidad compleja.
En los temas del agua, o recursos hídricos en acepción más general, y en nuestro entorno, esta dedicación afronta características adicionales derivadas de la enorme repercusión social, pública y mediática que acompañan a cualquier debate de propuestas y soluciones, que contribuyen así a definir un terreno en el que la mayoría de los técnicos jugamos con evidentes dificultades.
Pero tampoco es novedoso. Coincidiremos en que en un país como el nuestro, con la singularidad religiosa que se supone nos identifica, cueste encontrar otros motivos que, como el agua -sea por su carencia o exceso-, hayan movilizado tanta salida a la calle de ciudadanos encabezados por padres espirituales en rogativas y plegarias. El propio San Vicente Ferrer, de tanto ascendiente en Valencia, siendo aún un niño, y cuando la sequía persistente amenazaba con el hambre a la ciudad, dijo, según cuentan: 'Si queréis lluvia, llevadme en procesión'. Eventos que nos han legado tradiciones muy particulares al respecto, como en el caso de la conquense villa de Moya en la cuenca del río Júcar, en la que, ya desde el XVII se celebra el Septenario a la Virgen de Tejeda en recuerdo del milagro acontecido cuando, con motivo de una gran sequía que asolaba las tierras del Marquesado, después de venerada su imagen durante 7 días y 7 noches, comenzó a llover suave e ininterrumpidamente durante 7 horas.
Después de muchos años, y apoyados en otro tipo de enseñanzas históricas que enraízan en lo romano y árabe, hemos ido solucionando problemas locales de ese tipo con dispositivos ingenieriles, relativamente sencillos, que combinan embalse y regulación, derivación y captación y conducciones canalizadas.
El escenario se ha ido complicando, a tono con el progresivo nivel de desarrollo socioeconómico, definiendo situaciones complejas de necesidad de recursos hídricos que exigen el planteamiento de soluciones que trascienden el ámbito local. Así, ahora, llevamos unos años hablando de planificación hidrológica a nivel nacional, dando por entendido que, tanto en la definición de los escenarios de demanda, como en la proposición de soluciones planteadas para afrontarlos, se requiere el análisis en el ámbito geográfico más amplio posible.
Para una mayor claridad en estas disquisiciones, convienen la concreción y una mayor exactitud en los términos que solemos emplear en los estudios técnicos sobre la cuestión. Como 'uso' nos referimos al tipo de aprovechamiento a que se destina el recurso (p.e. urbano, regadío, industrial, etc.), mientras que es la 'demanda' la que mide la cantidad de recurso requerido por un determinado uso, y la podrá haber 'teórica' o 'atendida'. El 'consumo', por otro lado, cuantifica -sin calificar-, el recurso definitivamente detraído del sistema. Así, después, acertaremos a distinguir entre usos con demanda y consumo elevados -como el riego agrícola-, de otros con bajos consumos -como puedan ser el abastecimiento urbano, la refrigeración de centrales térmicas o una piscifactoría-.
El debate sobre la planificación hidrológica se ha socializado de tal manera, que alcanza al máximo espectro ciudadano que va desde el propio plano individual o ligeramente asociativo, hasta el ámbito de la máxima decisión política. Y esto seguramente es lo mejor y más saludable en una sociedad que se tiene por plenamente democratizada, pero exige el mayor esfuerzo en las tareas de documentación y difusión que deben garantizar la creación de una opinión bien fundamentada.
Porque si no, al contrario, cabe esperar posturas como la recientemente escuchada a un conocido del norte al decir 'allí sí que tenéis un problema', refiriéndose a la gestión del agua en el levante; o a la de una buena amiga valenciana cuando cita 'el grave problema del agua en España'. Cuando, además, se trata de dos personas que, aunque no especialistas, se mueven en ámbitos de actividad con relativa cercanía al de la gestión de los recursos hídricos y naturales.
Seguramente se requiere una mayor atención en la difusión del conocimiento, porque, solo con las cifras globales del Libro Blanco del Agua en España (LBAE) editado por el Ministerio de Medio Ambiente en el año 2000 -sin duda el mejor y más completo estudio realizado recientemente en nuestro país-, se puede dibujar un panorama bien diferente al que esas dos opiniones expresan.
Según el LBAE, en España tenemos disponibles una media ligeramente superior a los 111.000 hectómetros cúbicos anuales de agua como recurso hídrico aprovechable, frente a una demanda global que se estima en algo más de 35.000 hectómetros cúbicos anuales, en la que casi el 70% (24.000) se corresponde con el uso de regadío. A partir de estas cifras pudieran obtenerse unas primeras conclusiones precipitadas y evidentemente falsas, como serían la de que en 'España sobre agua' porque 'perdemos' 76.000 hectómetros cúbicos anuales.
Porque los 111.000 disponibles lo son con una distribución espacial y temporal diferentes a las de los 35.000 demandados. En la actualidad se estima que, con los elementos infraestructurales disponibles que nos ayudan a encajar ambas distribuciones (embalse y regulación en el caso de la temporal, y trasvase o transferencia en el caso de la espacial), estaríamos en disposición de aprovechar una mitad de esos 111.000 disponibles.
Pero estos valores medios encierran profundos desequilibrios entre unas zonas y otras, con déficits promedio de 1.000 hectómetros cúbicos en la cuenca del Segura (la única globalmente deficitaria en la península), frente a excedentes de entre 11 y 14.000 en las 3 principales cuencas cantábricas, casi 10.000 en el Duero, y 7.600 y 6.800 en las del Ebro y Tajo, respectivamente.
Y estamos hablando, con todos los matices que se quiera apuntar, de recursos renovables ('Sólo el pasar existe, pasaron hombres y dioses mientras el río se limitaba a transcurrir'); con valores estadísticos medios que, evidentemente, encierran episodios climáticos -incluso plurianules-, bien alejados del promedio. Y entraríamos aquí en otros terrenos para el debate, en los que podrían aportarse argumentos novedosos en relación con el previsible cambio climático y sobre su repercusión sobre la modificación del régimen de lluvias, cuestión ésta no totalmente dilucidada en el ámbito científico. Frío y pluviosidad no siempre van de la mano, y aún hoy mucha gente se muestra sorprendida al conocer que la Antártida, el lugar más frío del planeta, soporta precipitaciones medias anuales inferiores a las del desierto del Sahara.
O de otros de corte más tecnócrata, como paradójico resulte explicar la continua disminución de nuestra capacidad de regulación en embalses, asociada al mantenimiento de zonas de resguardo cada vez mayores, de acuerdo con una legislación de seguridad de bienes y personas progresivamente más restrictiva en paralelo al aumento de nuestra madurez social.
Como desafortunado suele ser el empleo del término 'pérdida' cuando hablamos del agua. No lo es, en opinión del que suscribe, cuando los ríos desembocan en el mar, aportando caudales totalmente necesarios para el mantenimiento de los ecosistemas fluviales y marinos asociados a esas escorrentías. Pero tampoco lo son casi en ningún caso. El agua, allí donde se encuentre, genera alguna forma de vida -admitamos el tópico-, o contribuye, cuando menos, al cierre parcial del ciclo hidrológico (infiltración, evaporación, etc.).
Pero seguimos en el plano nacional, peninsular para más exactitud puesto que las aguas marinas, esas sí, suponen un límite, una barrera natural infranqueable entre las escorrentías superficiales peninsulares e insulares. En ese amplio marco, los técnicos supondremos el problema totalmente resoluble, siendo el único escollo el de seleccionar las alternativas mas razonables para transportar el recurso agua desde donde sobra hasta donde hace falta, tal y como solemos hacer con los otros recursos.
Y todo ello, como es lógico, en el marco del mayor respeto a los procedimientos de evaluación de impacto ambiental de las soluciones planteadas; pero también, desde la convicción plena de que la causa principal de generación de impacto es el propio reconocimiento de la necesidad a satisfacer, que deberá ser contemplada, por tanto, como motivo principal de la evaluación.
No obstante, en el ámbito de la decisión, el esquema real no es tan sencillo, porque requiere la superposición de las tramas administrativas y competenciales que democráticamente hemos convenido en darnos. La formulación del problema debe acomodarse a un nuevo enunciado en el que los conceptos de excedentes y déficits deben tener en cuenta el modelo de desarrollo objetivo adoptado en los diferentes ámbitos territoriales de decisión.
Tal apetencia está relacionada, sin duda, con la inevitable deformación personal que la profesión implica, que, en el caso, supone el reto de intentar suplir determinadas carencias -sobre todo en el campo de los servicios derivados de la infraestructura dotacional-, con el empleo de las soluciones más imaginativas al alcance. Y eso a pesar de que, en palabras de un buen amigo, cueste encontrar a alguien tan incompetente como un ingeniero enfrentado a las tareas de aprehensión de una realidad compleja.
En los temas del agua, o recursos hídricos en acepción más general, y en nuestro entorno, esta dedicación afronta características adicionales derivadas de la enorme repercusión social, pública y mediática que acompañan a cualquier debate de propuestas y soluciones, que contribuyen así a definir un terreno en el que la mayoría de los técnicos jugamos con evidentes dificultades.
Pero tampoco es novedoso. Coincidiremos en que en un país como el nuestro, con la singularidad religiosa que se supone nos identifica, cueste encontrar otros motivos que, como el agua -sea por su carencia o exceso-, hayan movilizado tanta salida a la calle de ciudadanos encabezados por padres espirituales en rogativas y plegarias. El propio San Vicente Ferrer, de tanto ascendiente en Valencia, siendo aún un niño, y cuando la sequía persistente amenazaba con el hambre a la ciudad, dijo, según cuentan: 'Si queréis lluvia, llevadme en procesión'. Eventos que nos han legado tradiciones muy particulares al respecto, como en el caso de la conquense villa de Moya en la cuenca del río Júcar, en la que, ya desde el XVII se celebra el Septenario a la Virgen de Tejeda en recuerdo del milagro acontecido cuando, con motivo de una gran sequía que asolaba las tierras del Marquesado, después de venerada su imagen durante 7 días y 7 noches, comenzó a llover suave e ininterrumpidamente durante 7 horas.
Después de muchos años, y apoyados en otro tipo de enseñanzas históricas que enraízan en lo romano y árabe, hemos ido solucionando problemas locales de ese tipo con dispositivos ingenieriles, relativamente sencillos, que combinan embalse y regulación, derivación y captación y conducciones canalizadas.
El escenario se ha ido complicando, a tono con el progresivo nivel de desarrollo socioeconómico, definiendo situaciones complejas de necesidad de recursos hídricos que exigen el planteamiento de soluciones que trascienden el ámbito local. Así, ahora, llevamos unos años hablando de planificación hidrológica a nivel nacional, dando por entendido que, tanto en la definición de los escenarios de demanda, como en la proposición de soluciones planteadas para afrontarlos, se requiere el análisis en el ámbito geográfico más amplio posible.
Para una mayor claridad en estas disquisiciones, convienen la concreción y una mayor exactitud en los términos que solemos emplear en los estudios técnicos sobre la cuestión. Como 'uso' nos referimos al tipo de aprovechamiento a que se destina el recurso (p.e. urbano, regadío, industrial, etc.), mientras que es la 'demanda' la que mide la cantidad de recurso requerido por un determinado uso, y la podrá haber 'teórica' o 'atendida'. El 'consumo', por otro lado, cuantifica -sin calificar-, el recurso definitivamente detraído del sistema. Así, después, acertaremos a distinguir entre usos con demanda y consumo elevados -como el riego agrícola-, de otros con bajos consumos -como puedan ser el abastecimiento urbano, la refrigeración de centrales térmicas o una piscifactoría-.
El debate sobre la planificación hidrológica se ha socializado de tal manera, que alcanza al máximo espectro ciudadano que va desde el propio plano individual o ligeramente asociativo, hasta el ámbito de la máxima decisión política. Y esto seguramente es lo mejor y más saludable en una sociedad que se tiene por plenamente democratizada, pero exige el mayor esfuerzo en las tareas de documentación y difusión que deben garantizar la creación de una opinión bien fundamentada.
Porque si no, al contrario, cabe esperar posturas como la recientemente escuchada a un conocido del norte al decir 'allí sí que tenéis un problema', refiriéndose a la gestión del agua en el levante; o a la de una buena amiga valenciana cuando cita 'el grave problema del agua en España'. Cuando, además, se trata de dos personas que, aunque no especialistas, se mueven en ámbitos de actividad con relativa cercanía al de la gestión de los recursos hídricos y naturales.
Seguramente se requiere una mayor atención en la difusión del conocimiento, porque, solo con las cifras globales del Libro Blanco del Agua en España (LBAE) editado por el Ministerio de Medio Ambiente en el año 2000 -sin duda el mejor y más completo estudio realizado recientemente en nuestro país-, se puede dibujar un panorama bien diferente al que esas dos opiniones expresan.
Según el LBAE, en España tenemos disponibles una media ligeramente superior a los 111.000 hectómetros cúbicos anuales de agua como recurso hídrico aprovechable, frente a una demanda global que se estima en algo más de 35.000 hectómetros cúbicos anuales, en la que casi el 70% (24.000) se corresponde con el uso de regadío. A partir de estas cifras pudieran obtenerse unas primeras conclusiones precipitadas y evidentemente falsas, como serían la de que en 'España sobre agua' porque 'perdemos' 76.000 hectómetros cúbicos anuales.
Porque los 111.000 disponibles lo son con una distribución espacial y temporal diferentes a las de los 35.000 demandados. En la actualidad se estima que, con los elementos infraestructurales disponibles que nos ayudan a encajar ambas distribuciones (embalse y regulación en el caso de la temporal, y trasvase o transferencia en el caso de la espacial), estaríamos en disposición de aprovechar una mitad de esos 111.000 disponibles.
Pero estos valores medios encierran profundos desequilibrios entre unas zonas y otras, con déficits promedio de 1.000 hectómetros cúbicos en la cuenca del Segura (la única globalmente deficitaria en la península), frente a excedentes de entre 11 y 14.000 en las 3 principales cuencas cantábricas, casi 10.000 en el Duero, y 7.600 y 6.800 en las del Ebro y Tajo, respectivamente.
Y estamos hablando, con todos los matices que se quiera apuntar, de recursos renovables ('Sólo el pasar existe, pasaron hombres y dioses mientras el río se limitaba a transcurrir'); con valores estadísticos medios que, evidentemente, encierran episodios climáticos -incluso plurianules-, bien alejados del promedio. Y entraríamos aquí en otros terrenos para el debate, en los que podrían aportarse argumentos novedosos en relación con el previsible cambio climático y sobre su repercusión sobre la modificación del régimen de lluvias, cuestión ésta no totalmente dilucidada en el ámbito científico. Frío y pluviosidad no siempre van de la mano, y aún hoy mucha gente se muestra sorprendida al conocer que la Antártida, el lugar más frío del planeta, soporta precipitaciones medias anuales inferiores a las del desierto del Sahara.
O de otros de corte más tecnócrata, como paradójico resulte explicar la continua disminución de nuestra capacidad de regulación en embalses, asociada al mantenimiento de zonas de resguardo cada vez mayores, de acuerdo con una legislación de seguridad de bienes y personas progresivamente más restrictiva en paralelo al aumento de nuestra madurez social.
Como desafortunado suele ser el empleo del término 'pérdida' cuando hablamos del agua. No lo es, en opinión del que suscribe, cuando los ríos desembocan en el mar, aportando caudales totalmente necesarios para el mantenimiento de los ecosistemas fluviales y marinos asociados a esas escorrentías. Pero tampoco lo son casi en ningún caso. El agua, allí donde se encuentre, genera alguna forma de vida -admitamos el tópico-, o contribuye, cuando menos, al cierre parcial del ciclo hidrológico (infiltración, evaporación, etc.).
Pero seguimos en el plano nacional, peninsular para más exactitud puesto que las aguas marinas, esas sí, suponen un límite, una barrera natural infranqueable entre las escorrentías superficiales peninsulares e insulares. En ese amplio marco, los técnicos supondremos el problema totalmente resoluble, siendo el único escollo el de seleccionar las alternativas mas razonables para transportar el recurso agua desde donde sobra hasta donde hace falta, tal y como solemos hacer con los otros recursos.
Y todo ello, como es lógico, en el marco del mayor respeto a los procedimientos de evaluación de impacto ambiental de las soluciones planteadas; pero también, desde la convicción plena de que la causa principal de generación de impacto es el propio reconocimiento de la necesidad a satisfacer, que deberá ser contemplada, por tanto, como motivo principal de la evaluación.
No obstante, en el ámbito de la decisión, el esquema real no es tan sencillo, porque requiere la superposición de las tramas administrativas y competenciales que democráticamente hemos convenido en darnos. La formulación del problema debe acomodarse a un nuevo enunciado en el que los conceptos de excedentes y déficits deben tener en cuenta el modelo de desarrollo objetivo adoptado en los diferentes ámbitos territoriales de decisión.