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Diluvios, mitos y abundancias
Manuel Nóvoa Rodríguez (*)
* Ingeniero de Caminos, Canales y Puertos. Jefe de la Demarcación de Costas de Cataluña
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Descriptores: Diluvio universal, Inundaciones del Nilo, Mitos griegos, Ocupación del territorio, Sostenibilidad, Repercusión de las avenidas
Cualquiera, pues, que me oye estas palabras, y las hace, le compararé a un hombre prudente, que edificó su casa sobre la roca. Descendió lluvia, y vinieron ríos, y soplaron vientos, y golpearon contra aquella casa, y no cayó porque estaba fundada sobre la roca. Pero cualquiera que me oye estas palabras y no las hace, le compararé a un hombre insensato, que edificó su casa sobre la arena, y descendió la lluvia, y vinieron ríos y soplaron vientos, y dieron con ímpetu sobre aquella casa, y cayó y fue grande su ruina.
San Mateo 7.24-27
El ser humano, a puertas del siglo XXI, se siente casi dueño de su existencia, y ello, con una percepción antropocéntrica y el apoyo de la informática, le provoca un sentimiento de autosuficiencia. En esporádicas ocasiones se siente sacudido por el acontecimiento de alguna catástrofe natural, ante la que reacciona con rabia e impotencia, que va superando con la búsqueda obstinada de alguien a quien se le atribuya la responsabilidad y que, a su vez, le indemnice.
Las tres características en las que se apoya el buen ingeniero son el cálculo, la intuición y la experiencia. El cálculo es en lo que más se ha evolucionado, dado el vertiginoso progreso de unos medios con recursos casi ilimitados sólo controlados por la intuición, o talento, que es el subjetivismo consciente. Estas dos características son las que determinan la eficiencia del proyecto. En cuanto a la experiencia, es un conocimiento personalizado que está íntimamente relacionado con la naturaleza, aplicado allí donde se ubican las obras y, ante la cual, en general, intentamos pasar lo más desapercibidos posible; y no obstante, es la clave esencial para ordenar el espacio.
El agua es la base de la vida. Sin embargo, resulta incuestionable que es también el principal enemigo de las construcciones que facilitan la misma a las personas de su entorno. Esta realidad contradictoria es evidente en la experiencia con cualquier tipo de obra pública, tal como sucede con las filtraciones en una presa, el drenaje en una carretera, las avenidas en un cauce fluvial, los temporales en la costa, etc. En cada uno de ellos es diferente el grado de incidencia, y si no comprendemos el fenómeno y no nos aliamos con él, terminará por arruinar a la obra si la planteamos con soberbia. La percepción de la naturaleza y, sobre todo, del comportamiento del agua es, sin lugar a dudas, la base sobre la que se apoyan una gran mayoría de las decisiones del ingeniero para asegurar la estabilidad de la obra. Intentaremos aproximarnos a unas anécdotas históricas, con la visión actual, para reflexionar sobre la permanencia en el tiempo de algunos comportamientos humanos, su nivel de asimilación de las catastróficas crecidas en ríos y su incidencia en los planes y proyectos.
Que el agua puede tener una dimensión de tragedia universal lo evidencia, en la formación judeocristiana, la referencia al Diluvio que encontramos en la Biblia. Después de arrojar a Adán y Eva del paraíso, las relaciones de Dios con la díscola humanidad quizás le hicieron arrepentirse de haber hecho al hombre y, enviando un diluvio, arrasó la vida existente sobre la superficie terrestre. Cuando pasó éste, estableció un pacto con Noé por el que se comprometió a no enviar más diluvios, y selló su pacto de alianza con el arco iris.
Fig. 1. Arca de Noé. Beato de Girona (siglo X). |
Fig. 3. Plano de regadíos en Mesopotamia. |
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Fig. 2. Localización de “el fértil creciente”. Egipto y Mesopotamia. |
Fig. 4. Esquema de la tumba de los reyes en Ur. |
Diluvios no hubo más, pero calamidades de todo tipo las hubo en cantidad. La hidrología histórica ha permitido tener una visión bastante aproximada de lo que fue el hecho bíblico, contextualizándolo en su entorno histórico y geográfico. Las primitivas civilizaciones se centran en el denominado “fértil creciente”, que abarca el tramo inferior del río Nilo y la Mesopotamia, regada por los ríos Tigris y Éufrates. La raza humana sale del paleolítico y va dejando la caza para que, en el Neolítico, comience la agricultura y domesticación de animales. Lo esencial para la actividad agrícola es el agua, y ésta se encuentra permanentemente en las zonas pantanosas. En estas circunstancias, junto al efecto benefactor del regadío, encontramos el perjudicial, al ser fuente de enfermedades tradicionales: tifus, malaria, etc. Si se quiere trabajar la tierra hay que desecarla y, para no depender de la lluvia, hay que construir canales. En Mesopotamia han quedado evidencias de obras de ingeniería que causan auténtico asombro, como el canal de Nahrwan, construido sobre el año 850 a.C., en tiempos de Azurnazipal, con 370 kilómetros de longitud y unos 120 metros de anchura. Caldeos, babilonios y asirios van ocupando este territorio desde el año 3200 a.C.
El dominio del agua determinó la aparición de las culturas urbanas o, como las denomina Wittfogel, las “culturas hidráulicas”. Ya tenemos la civilización avanzando, creando regadíos y ciudades al lado de los ríos, y olvidándose de los riesgos que representa la irregularidad de sus caudales.
En el año 1923, el investigador Wolley, que estaba investigando el zigurat mandado construir por Ur-namun en Ur, descubre, en la tumba real, una capa de lodo, de unos tres metros de espesor, que separa restos arqueológicos diferentes: el inferior con cerámica a mano y el superior a torno, lo que permitió datar el acontecimiento sobre el año 3000 a.C. Al norte de Babilonia el espesor quedaba reducido a 0,5 metros. Para que se depositase una capa de lodos en el valle del orden de tres metros, es fácil pensar en un nivel de inundación entre 15 y 30 metros, con unos sólidos entre el 15 y el 20% del caudal. En el palacio de Mari en Babilonia, mandado construir por Hammurabi (1726-1686 a.C.), se descubrieron 20.000 tablillas de escritura cuneiforme, entre ellas las que relatan la “epopeya de Gilganes”, que es similar a la de Noé, siendo Utnapishtin, el Noé de los sumerios. Entre los zigurats que se construyen en el valle, el de Elemank o E-Temen-an, mandado construir en Babilonia por Nabucodonosor ii (604-562 a.C.), de unos 90 metros de altura, fue la “casa de los cimientos del cielo y de la tierra”.
Las evidencias mencionadas tienen su transposición a la Biblia, y concretamente en el Génesis, atribuido a Moisés. Abraham, el padre del pueblo judío, había nacido en Ur y, por mandato divino, dejó Babilonia para dirigirse a tierras de Canaan con sus ganados. Moisés asumió, junto a una formación elevada egipcia, la tradición oral del pueblo judío, que arrastra sus orígenes desde Abraham. A Jehová no le debía de gustar la civilización urbana, pues, con su independencia, llevaba a los hombres a perder el temor a su Dios; y, se supone, el ingeniero hidráulico sería la mismísima mano del diablo, por alterar la naturaleza hecha por el Hacedor. En el fondo es la eterna lucha entre la agricultura, que delimita el espacio, y el pastoreo, que necesita espacio libre. Las sucesivas ciudades van desapareciendo por la ira divina, como Sodoma, Gomorra, etc. La lucha se representa entre Caín, el agricultor, y por lo tanto independiente y desagradecido, y Abel, el pastor, que no comprendía por qué sus cabras no podían comer las coles cultivadas por Caín. Pasó lo que de todos es conocido. El pueblo hebreo, cuando va deportado a Babilonia, comprueba la presencia de la torre de Babel, que es el zigurat Elemank, constatación de que su historia está en lo cierto.
La irregularidad de los ríos de Mesopotamia creó exceso de confianza en los asentamientos urbanos, y la respuesta ante la inundación no se planteó trasladando las ciudades hacia los bordes más elevados del valle, sino elevando las edificaciones hacia el cielo para emerger de las posibles inundaciones.
Frente a la irregularidad de los caudales de los ríos Tigris y Éufrates, el río Nilo se caracteriza por un régimen hidráulico muy previsible. Sus 6.500 kilómetros de longitud hacen de este río el más largo del mundo. Cada año, sin que los habitantes de las desiertas tierras de Egipto lo comprendieran, discurría una fuerte crecida por el tramo inferior del río, pasando de 500 m3/s a unos 8.500 m3/s. A partir de una sobreelevación de 16 codos (1 codo = 0,52 m), el río comenzaba a inundar las márgenes, alcanzando el máximo nivel uno o dos metros sobre las llanuras aluviales. En julio se iniciaba la crecida, y en septiembre, con el descenso de las aguas, comenzaban las plantaciones. Los egipcios estaban obligados a un trabajo colectivo y solidario bajo la tutela de sus gobernantes y expertos hidráulicos.
Los controles de los niveles del río, realizados en la isla Elefantina y en la isla de Roda, servían tanto para la previsión de la inundación en el bajo Nilo como para la imposición de impuestos en función de ella, siendo, como es lógico, mayores en los años de vacas gordas y menores en los de vacas flacas. El límite entre ambas situaciones era la sobreelevación del nivel de las aguas de 16 codos. Si no la alcanzaba no podía desbordarse el río inundando y revivificando los campos.
Fig. 5. Mesopotamia. Código de Hammurabi. Detalle. |
Fig. 6. Tramo inferior del río Nilo. |
Las ocupaciones urbanas a lo largo del Nilo se localizaban, adecuadamente, en los bordes de los valles de inundación, por lo que no se temía la inundación sino que se la consideraba un don; era el “agua de vida”. Los egipcios, como los pueblos de Mesopotamia, construyen pirámides, al principio escalonadas, pero que van evolucionando hacia la forma geométrica pura. El fin ya no es el mismo. No se trata de crear puntos elevados en un valle inundable para emerger de las inundaciones, sino que las construyen en lugares elevados, como tumbas, con barcas solares para navegar en la inmortalidad.
Es interesante la representación helenística del río Nilo, en forma de un anciano desnudo recostado sobre un símbolo del río, que aquí es una esfinge, y el cuerno de la abundancia. Sobre el anciano se encuentran 16 niños, cada uno de un codo de altura, que representan el nivel mínimo para que se produzca la inundación. Esta representación del Nilo se va repitiendo en el mundo romano con el dios Tíber, cuyo símbolo es una loba con los niños Rómulo y Remo. En cualquier manifestación clásica, cuando se pretende transmitir una representación mitológica de un río, se incluye un elemento distintivo del mismo, sobre el que se recuesta, y el cuerno de la abundancia. Pero esto último ya nos lleva al mundo griego.
Fig. 7. Nilómetro en la isla Elefantina. |
Fig. 8. Nilómetro de la isla de Roda en el Cairo. |
El pensamiento de la Grecia clásica recibe influencias de Mesopotamia y Egipto y las transforma en mitología, en donde los dioses y héroes, con sus fábulas, simbolizan importantes referencias en el futuro pensamiento occidental.
Ya en el siglo VI a.C. Thales de Mileto consideraba que “el agua es el principio de todas las cosas existentes”. Todos los ríos y fuentes manaban del Tártaro, que era un tenebroso lago situado en el mundo subterráneo, dominado por el dios Hades, hermano de Zeus. Esta idea, mantenida por Aristóteles, confunde el pensamiento científico hasta el planteamiento, ya en el siglo XVIII, del ciclo hidrológico y el comienzo de la hidrología científica.
El territorio griego, predominantemente calizo y montañoso, con precipitación escasa, no favoreció la existencia de ríos ni, en consecuencia, las actividades agrícolas. Se dedicaban preferentemente al comercio, y las ciudades-estado tenían unas bases defensivas situadas en lugares estratégicos alrededor de las elevadas acrópolis.
Fig. 9. Representación del dios Nilo. Museo Vaticano. |
Fig. 10. Representación del dios Nilo en el museo Vaticano. La esfinge y el cuerno de la abundancia. |
El mito griego de los ríos se simboliza en el río-dios Aqueloo. Éste suele representarse en forma de toro o de serpiente con rostro humano, de cuya barba corren chorros de agua. Este río de Epiro era padre de las sirenas. Aqueloo estaba enamorado de Deyanira, bellísima doncella con muchos pretendientes e hija del dios Dionisio. Heracles (Hércules para los romanos), cuando la conoció, se enamoró también de ella. Aqueloo no estaba dispuesto a ceder a su prometida y le hizo frente a Heracles en disputa de Deyanira. El amor y la rabia llevó a Aqueloo a metamorfosearse en forma de una sinuosa serpiente que, con sus silbidos, intentó amedrentar a Heracles. Éste, para el que vencer serpientes era trabajo desde su cuna, intentó ahogarle apretandole la garganta. Aqueloo, que se sentía vencido, en un último intento de resistir al héroe y retener a su deseada Deyanira, se volvió a metamorfosear, esta vez en forma de un furioso toro salvaje, que arremete con violencia contra Heracles. No se amedrenta el héroe, que consigue hacerle girar el cuello y enterrarle un cuerno en la tierra. No se sabe si fue la inercia de la masa del toro lo que rompió un cuerno del mismo, o la potente mano diestra del héroe, que le arrancó el cuerno derecho. El hecho fue que Aqueloo, sintiéndose vencido, se alejó del lugar de la lucha, y Heracles se llevó a su deseada Deyanira, con la que marchó a Efira. Con ella tuvo cinco hijos y grandes aventuras.
Fig. 11. Representaciones en cerámicas griegas de la lucha entre Aqueloo y Heracles.
Pero regresemos al cuerno abandonado arrancado de la cabeza de nuestro río Aqueloo y, para él, símbolo de su derrota y amargura. Las náyades, o ninfas, no lo veían así, sino como símbolo del valor del enamorado río en defensa de su amada. Se apiadaron del desconsolado y le hicieron un homenaje llenando el cuerno de flores y frutos. Este cuerno, así representado, quedó como símbolo de la abundancia. Hay en la mitología griega otra referencia que atribuye el cuerno de la abundancia a la cabra Amaltea, que había amamantado a Júpiter, con un significado de maternidad y fuerza. Este segundo significado no nos apartará de la presunción de cuál está en lo cierto.
La interpretación del símbolo de Aqueloo es bien evidente para el ingeniero. Cuando por el río discurren caudales bajos, su “talweg” adopta un trazado sinuoso y ondulante, como el de una serpiente que se arrastra lentamente, materializándose en forma de meandros. El río así conformado es fácilmente vencible y domesticable con una pequeña actuación humana. Cuando el caudal del río crece y llega una gran avenida, ésta actúa como un gran toro y, con la fuerza de la gran masa de agua, rectifica la alineación curva del meandro, pudiendo causar grandes estragos.
Fig. 12. Representación del río Tíber. París, museo del Louvre. |
Fig. 14. Ceres, diosa de la agricultura, con el cuerno de la abundancia. |
Fig. 13. Representación del dios Tíber en el museo del Louvre. La loba y el cuerno de la abundancia. |
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Fig. 15. Río Segre en Granja d’Escaps en Lleida. Inundación en el valle aluvial (noviembre de 1982). |
Quien haya oído el ruido sordo del impresionante caudal de una avenida habrá podido comprobar que es similar al mugido sordo y prolongado del toro. El cuerno de Aqueloo que queda abandonado es el símbolo de la abundancia desde una concepción agrícola, pues, después de la gran crecida, los campos inundados quedan con una capa de materiales finos que serán nutrientes para los mismos. Es fácil imaginarse un río de estas características, como el Nilo, en cuyo tramo medio y bajo apenas llueve, pero que con la crecida anual vivifica las tierras del Delta. Centrándonos en nuestro entorno, si no hubiese grandes avenidas que inundasen los valles, creando un aparente desastre, no existirían las llanuras aluviales ni, por tanto, la mayoría de las tierras de cultivo ni las extensas llanuras deltaicas. ¿Por qué en la actualidad nos sobrecoge la impresión de una zona inundada y en la antigüedad, bajo una percepción de la naturaleza panteísta, los ríos eran considerados dignos de ser dioses?
Los ríos, se creía en la antigüedad, eran alimentados con las fuentes situadas en sus nacimientos, que manaban del Tártaro. Tenían aquéllos, además de aportar el agua de la vida, dos características fundamentales, como eran el fertilizar las tierras y el servir de vía de comunicación, posibilitando el comercio. Veamos la percepción que se tiene en la actualidad de estos dos aspectos.
Para el curioso de la historia de la ingeniería, el transporte ha sido el problema fundamental en el desarrollo de la civilización. La utilización de los ríos navegables fue, durante siglos, el esencial medio de transporte. Si nos aproximamos en España al siglo de la Ilustración, las propuestas de hacer navegables ríos como el Duero, Tajo, Ebro, Guadalquivir, etc., canales artificiales, como el Imperial de Aragón o el de Castilla, son ambiciosos proyectos para potenciar el regadío y el comercio. Todos estos esfuerzos se abandonaron, a mediados del siglo pasado, con la aparición del ferrocarril. La primera línea inaugurada, hace exactamente siglo y medio, el ferrocarril Barcelona-Mataró, marca el inicio de un cambio radical de la concepción del transporte. Su crecimiento vertiginoso fue paralelo al hundimiento de las propuestas de navegabilidad de los ríos. Hoy día, cuando se plantea algún proyecto de navegación fluvial, se hace con una visión romántica y decadente, para el respeto que nos merece el río, buscando una utilidad turística de lo que fueron las venas del territorio, puestas, magnánimamente, por la madre naturaleza a disposición de los humanos para el desarrollo de la civilización. Las “navetas”, o balsas de troncos, que descienden desde los altos ríos pirenaicos para ser utilizados en los tramos inferiores, tradicionalmente en Tortosa, para construir embarcaciones, son evocaciones respetuosas del padre Iber, que da nombre, de origen griego, a nuestra península.
A lo largo de la civilización, las crecidas de los ríos e inundaciones de los valles aluviales siempre se apreciaron como accidentes naturales y, a la larga, beneficiosos, representándose las avenidas como símbolos de abundancia. El territorio se articula en sintonía con la naturaleza y la defensa. Las poblaciones se asentaban fuera de las zonas de inundación, pero próximas a los valles aluviales, donde podían practicar la agricultura, y generalmente estaban fortificadas, pues se le tenía más temor al vecino imprevisible que a la naturaleza magnánima.
Después del Neolítico, la segunda revolución de la humanidad fue la industrial, propiciada por el cambio que significó el control de la energía. Dentro de esta revolución, el transporte por ferrocarril y la reducción del tiempo del transporte relativizan el concepto de distancia, y con ello el territorio se hace desde este aspecto más accesible a lo largo del recorrido. El año 1854, en que se suprime la clasificación de plazas fuertes en algunas ciudades, propició el tirar las murallas que como un corsé las asfixiaban, y se expandieron por los ensanches. Al mismo tiempo se creó un movimiento centrífugo, y las industrias y almacenes se fueron situando en los valles de inundación, por el escaso valor del terreno. Los campos se abandonan, siendo desplazados por una urbanización caótica del territorio, y la inundación, que era símbolo de abundancia para la agricultura, pasa a ser símbolo de catástrofe para las ocupaciones humanas indebidas, caóticas y especulativas.
Fue la aparición del automóvil y la construcción de carreteras para su uso lo que determinó una ocupación indiferenciada del territorio, por la facilidad de acceso. Los bordes fluviales de las ciudades se van estrechando por la invasión de carreteras paralelas al cauce, favorecida por una más fácil adquisición de los terrenos, generalmente de dominio público, primando la accesibilidad frente a la preservación del espacio natural. En muchas ocasiones la multiplicidad de vías paralelas al curso fluvial determinó reducciones del cauce inadmisibles hidráulicamente y creó auténticas barreras físicas para las ciudades, que no pueden llegar a su río. Las poblaciones se van olvidando de los mismos, al tiempo que los cauces van transformándose en auténticas cloacas. Ante la facilidad de acceso a los valles fluviales próximos a las ciudades, éstos se van ocupando con fábricas y almacenes, desplazando la agricultura, con una inconsciencia clamorosa del riesgo de inundación, ante la cual se han generado otros mecanismos para que estos accidentes puedan ser nuevamente símbolos de abundancia.
La sensibilización social frente al caos existente en el territorio va introduciéndose en España con el movimiento ecologista, a finales de la década de los setenta, y con el despertar de las Administraciones, a finales de los ochenta. Hoy día tenemos un conjunto de leyes y disposiciones, con más de 75.000 items, para intentar proteger casi todo. ¿Qué espacio queda al ingeniero si cada piedra que mueve altera el hábitat de una especie que estaba aletargada y que, curiosamente, era única?
Fig. 16. Río Llobregat en Martorell. Inundación del 8-XI-1982. |
Fig. 17. Río Llobregat en Martorell. 8-XI-1982. Caudal de 1.400 m3/s. |
Fig. 18. Río Cardener en Manresa. Avenida de 8-XI-1982. |
Fig. 19. Presa de La Baells. Avenida de 8-XI-1982. |
Fig. 20. Río Llobregat en Martorell. Pont del diable. Avenida de 8-XI-1982. Caudal de 1.400 m3/s. |
Fig. 21. Medalla conmemorativa del 50 aniversario de la creación de las Confederaciones Hidrográficas. Representa a Aqueloo en forma de toro. |
En la actualidad, una creciente parte de la sociedad se está sensibilizando de que el territorio es un bien único y escaso. Ya no podemos, sin reflexionar, proyectar nuevas vías de comunicación, sin realizar estudios de impacto ambiental. El concepto de sostenibilidad ha adquirido una relevancia sobresaliente y estamos volviendo a ser respetuosos con la naturaleza, no por temor, como en épocas pasadas, sino por el convencimiento de que ella determina la marca de calidad de nuestras vidas y las de futuras generaciones. La sostenibilidad será el test que habrá que aplicar a cada obra, respetando honestamente la parte más aparentemente hábil. Cualquier propuesta de recuperación ambiental de un borde tiene un tratamiento prioritario a nivel social y político, y si la actuación se centra en un tramo urbano, su ejecución provoca el asombro y solidaridad de la población.
Los planes y programas de inversión a nivel nacional, con una lógica intención de desarrollo sostenido en el tiempo, van conduciendo a los técnicos a un cierto desánimo, al quedar aparcados estudios y proyectos al considerar la sociedad el riesgo de agresión al entorno de tales actuaciones. No nos debe desanimar esta situación transitoria, pues las pautas de las obras hidráulicas no las pone el técnico, ni tan siquiera el político, es la propia naturaleza, que con las sequías o avenidas catastróficas hace de catalizador para que se realicen en plan de urgencia las obras previstas. Pasa de nuevo la consideración social del técnico, en estas circunstancias extremas, de ser agresor del medio a defensor de la castigada población, y ya estamos de nuevo en la abundancia: ayudas, créditos, valoraciones de daños e inversión pública permiten desempolvar los proyectos realizados, y no se repara, sino que se mejora la situación previa.
¿Quién respetará más la naturaleza que el ingeniero, que para realizar un proyecto tiene que partir de la experiencia histórica de los desastres naturales, y cuyo subjetivismo consciente forma su intuición para resolver los problemas, que es su principal característica? Sólo precisa un poco de paciencia para explicar al ciudadano y, haciéndolo solidario, proponer aquellas actuaciones respetuosas con la naturaleza que, aunque sean más caras, representen una mejora en la utilización del medio humano. Infelizmente, para su ejecución, hay que esperar a que venga el diluvio, valorando adecuadamente el refrán de que “no hay mal que por bien no venga”.
Bibliografía
1. La Biblia.
2. Cirlot, Juan Eduardo (1991), Diccionario de símbolos, Ed. Labor, Nueva Serie, n. 4.
3. Falcón, Constantino, et al., Diccionario de mitología clásica, 1, Alianza Editorial.
4. Graves, Robert (1995), Los mitos griegos, Ed. Ariel, n. 20.
5. Humbert, J., Mitología griega y romana, Ed. Gustavo Gili.
6. Keller, Werner (1956), Y la Biblia tenía razón, Ed. Omega, S.A., Barcelona.
7. Ovidio, Publio (1991), Las Metamorfosis, Edit. Juventud, n. 270.