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    REVISTA DEL COLEGIO DE INGENIEROS DE CAMINOS, CANALES Y PUERTOS
Nº28
AÑO 1994
RÍOS, II

Los ríos de España

Miguel Arenillas Parra*

Doctor Ingeniero de Caminos, Canales y Puertos.

 

LOS RÍOS PRINCIPALES Y SUS CUENCAS
DISPONIBILIDADES Y DESEQUILIBRIOS
LA REGULACIÓN FLUVIAL. PROGRAMAS HIDRÁULICOS Y PLANES HIDROLÓGICOS

Descriptores: Ríos españoles, Cuencas hidrográficas, Disponibilidades hídricas, Desequilibrios hídricos, Déficit hídrico, Regulación fluvial, Programas hidráulicos, Planes hidrológicos

Los ríos principales y sus cuencas

Las redes fluviales del territorio español se ordenan en cuencas de tipología y características muy variables, que son la consecuencia de la interacción continuada de dos factores básicos: geología y climatología.

En la Península ese proceso, complejo y prolongado, ha conducido a la formación de cinco cuencas principales, tres sobre la Meseta Central y su orla montañosa –Duero, Tajo y Guadiana– y dos en los grandes valles exteriores –Ebro y Guadalquivir–; el resto del territorio, que en su mayor parte corresponde a áreas próximas a la costa, está ocupado por numerosas cuencas de superficie menor. En las islas, donde mejor que de ríos cabría hablar de torrentes (Baleares) o barrancos (Canarias), las cuencas son muy numerosas y, por tanto, de dimensiones reducidas.

En la Meseta, elevada y basculada hacia poniente, la Cordillera Cantábrica, el Sistema Central, los Montes de Toledo y Sierra Morena forman tres sectores, cerrados a levante por la Cordillera Ibérica, que durante el terciario estuvieron ocupados por otros tantos lagos, retenidos hacia el oeste por los afloramientos más occidentales del cratón hercínico. La erosión remontante de tres ríos atlánticos, facilitada por el citado basculamiento del macizo hercínico en este sentido, determinó el vaciado de los antiguos lagos y la formación de las cuencas del Duero, el Tajo y el Guadiana, cuyos colectores principales se orientan sensiblemente de este a oeste –excepto el Guadiana, que en su tramo final vira bruscamente al Sur–, atendiendo a la llamada de los viejos cauces por los que desaguaron los lagos terciarios.

La cuenca del Ebro es el reflejo de otro lago, también terciario, captado esta vez desde el Mediterráneo por otro río zapador, que, a favor de puntos de debilidad tectónica, segó las dos ramas de la Cordillera Costera Catalana, vaciando además entre ellas otro lago menor, situado en lo que hoy es la depresión de Mora. El Guadalquivir y todo su amplio valle se abren hacia el Atlántico siguiendo la lineación de otra estructura –o serie de estructuras– relacionada con la falla transformante Azores–Gibraltar, que es la que marca el enlace entre nuestro mar interior y el océano.

En el norte de la Península los ríos suelen ser cortos pero caudalosos, en función de la alta pluviometría que reciben. Solamente el Miño, unido al Sil, que se adentra en la Meseta a través de la depresión del Bierzo, llega a formar una cuenca claramente más extensa que las restantes.

La Cordillera Costera Catalana, próxima al litoral, determina la formación de cuencas menores, que sólo se amplían cuando los ríos –casos del Ter o el Llobregat– han conseguido abrirse paso, por acción remontante, a través de la cadena. Al sur del Ebro algunos ríos han logrado también cortar los macizos montañosos y alcanzar el interior peninsular. De ese modo el Turia drena en la actualidad la depresión de Teruel y se clava en los Montes Universales, donde igualmente se sitúa la cabecera del Júcar, que ha profundizado hasta esta posición –en la que comparte escorrentías con el Tajo– a través del borde occidental de la Meseta.

Entre Cádiz y Alicante las Cordilleras Béticas, con numerosos y abruptos macizos muy próximos a la costa, condicionan la extensión de las cuencas, casi siempre de orden menor y formadas por cauces muy pendientes y de escorrentía intermitente, que pocas veces admiten el calificativo de ríos. En el extremo oriental, el Segura, que profundiza en las áreas montañosas, forma una cuenca de cierta entidad.

Fig. 1. El Sella en Cangas de Onís (Asturias).

Fig. 2. El río Cares en Puente de la Jaya (Picos de Europa).

Esta distribución de las aguas peninsulares es el resultado de numerosas interacciones entre unas cuencas y otras a lo largo de las últimas etapas geológicas. La cuenca del Duero, elevada respecto a todas las que la rodean, ha sufrido mermas apreciables, como consecuencia de la eficacia captora de algunos ríos periféricos, que, por su mayor gradiente y consiguiente superior capacidad erosiva, se han interiorizado en territorios de la Meseta. Por el norte algunos sectores de la costa cantábrica no se separan más de treinta kilómetros en la línea de cumbres, mientras que a la misma distancia la Meseta está novecientos metros más alta. Por eso, ríos como el Sella o el Cares, en los Picos de Europa, han conseguido introducirse en la original cuenca del Duero, drenando hacia el Cantábrico dos depresiones menores, como son las de Sajambre y Valdeón. En ambos casos los puertos actuales están claramente retranqueados hacia la Meseta respecto a la línea de cumbres.

Ocurre lo mismo con el Sil, en el extremo noroccidental de la cuenca; la captura se ha facilitado en este caso por la menor cota de la depresión del Bierzo. De este modo, el Luna, subafluente derecho del Duero a través del Esla, ha cedido la parte alta de su cuenca desde Villablino y en la actualidad el Sil se remonta hasta la gran fuente de La Cueta, en la Cordillera Cantábrica, derivando hacia el Miño escorrentías que inicialmente eran del Duero.

El Ebro medio, con un valle más bajo que el del Duero, también ha ganado tierras al colector de la Meseta a través de varios de sus afluentes derechos y, en particular, del Jalón. Este río cortó inicialmente la rama exterior de la Cordillera Ibérica, interiorizándose en la depresión de Calatayud, para repetir después el proceso con el cordal interior y, por la zona de Alhama de Aragón, introducirse en la cuenca del Duero, vaciando hacia el Ebro gran parte de la depresión de Almazán. En la actualidad el Jalón compite en escorrentías, en la Sierra Ministra, con algunos afluentes del Tajo.

Pero también el Tajo ha ganado cuenca al Duero. Así, el Alagón ha remontado entre las sierras de Béjar y la Peña de Francia y drena hacia el sur un amplio sector de la penillanura salmantina. Lo mismo pasa con el Alberche, que ha cruzado el borde oriental de la sierra de Gredos y ha capturado parte de la cabecera del Tormes, afluente izquierdo del Duero, entre esa sierra y la Serrota. Pero además el Alberche –aunque dentro esta vez de la propia cuenca del Tajo– ha tomado la cabecera del Perales, que en su día desaguaba hacia el Guadarrama a través del Aulencia.

Intercambio importante es el que han experimentado las cuencas del Tajo y el Guadiana. Según Hernández Pacheco,1 durante el plioceno este último río, en vez de quebrar bruscamente su rumbo en Cijara, continuaba hacia el Tajo a través de los portillos del Rey y San Vicente. La posterior captura de todo este sector por un cauce más meridional ha conducido a la actual disposición de la cuenca del Guadiana, con incremento notable de su superficie a costa de la del Tajo.

El Ebro ha perdido cuenca en su sector noroccidental, que han ganado algunos ríos catalanes, en particular el Llobregat mayor. (El menor es río pirenaico, afluente izquierdo del Muga, y los dos sólo tienen en común el nombre, que viene del latín rubricatum –esto es, de color rojo–, probablemente por el tono de sus aguas, sobre todo en crecidas. Hay, por lo menos, otro río rojo en España: el Guadalimar, tributario del Guadalquivir, que esta vez conserva –aunque modificado– el nombre que le dieron los árabes.) Ya se ha citado también el caso del Júcar, que entra profundamente en la Meseta tomando tierras teóricamente del Tajo y del Guadiana. Otras pérdidas para este último provienen de algunos afluentes derechos del Guadalquivir, que han cruzado Sierra Morena, implantando sus cabeceras en ámbitos mesetarios.2

Para la gestión de los recursos hidráulicos disponibles en esta compleja y variada red fluvial, a partir de 1926 –en que se creó la Confederación Hidrográfica del Ebro– se ha ido dividiendo el territorio español en diez grandes cuencas peninsulares y en los dos conjuntos de Baleares y Canarias. En las cinco cuencas principales –Ebro, Duero, Tajo, Guadiana y Guadalquivir– y en la cuenca del Segura los límites de actuación de las respectivas administraciones hidráulicas –Confederaciones Hidrográficas– coinciden prácticamente con los geográficos, con determinados incrementos en algunos casos. Por su parte, los ríos atlánticos y cantábricos, entre el Miño a poniente y el Bidasoa a levante, se agruparon en la llamada Cuenca del Norte; criterio que se ha aplicado también a las redes fluviales que desaguan al Mediterráneo, con excepción del Ebro y el Segura, que, según lo dicho, tienen cuenca propia. Así, los ríos que desembocan entre el estrecho de Gibraltar y el límite meridional de la cuenca del Segura forman la del Sur, mientras que los situados entre el Segura y el Ebro se reúnen en la del Júcar, por ser éste el principal de todos ellos. Los ríos catalanes al norte del Ebro constituyeron en su día la Cuenca del Pirineo Oriental, aunque a partir de la plena entrada en vigor de la Ley de Aguas de 1985 y la aplicación de determinadas transferencias a las Comunidades Autónomas, este territorio hidráulico se conoce bajo la denominación de Cuencas Internas de Cataluña y está administrado por la autoridad autonómica. Algo similar se ha producido en la Cuenca del Norte, de la que se han segregado las redes fluviales situadas íntegramente en territorio gallego, pasando a formar el conjunto hidráulico que hoy se denomina Galicia Costa, administrado asimismo por la Comunidad Autónoma.

La división del territorio a efectos de la planificación hidrológica ha dado lugar a nuevas modificaciones. Así, la cuenca del Guadiana se ha separado en dos zonas: Guadiana i, que corresponde a la parte superior, hasta la entrada del río principal en Portugal; y Guadiana ii, que abarca todo el sector bajo de la antigua cuenca. Cada uno de estos ámbitos tendrá su propio plan hidrológico. Del Guadalquivir se han segregado las cuencas del Guadalete y el Barbate, que ahora dispondrán de un plan hidrológico específico. Y por último, la Cuenca del Norte –con independencia de Galicia Costa– se ha dividido en tres sectores (Norte i, ii y iii), que corresponden el primero al haz Miño–Sil, el segundo a las cuencas de los ríos que desembocan al Cantábrico por Asturias y Cantabria y el tercero a las que vierten al mar por el País Vasco.

Fig. 3. El Deva aguas abajo de Panes (Asturias).

Fig. 4. Garganta de Alardos, afluente del Tiétar (Sierra de Gredos).

Disponibilidades y desequilibrios

Las precipitaciones que recibe anualmente el territorio español son, como media, del orden de 334.000 hm3, lo que equivale a unos 660 mm/año. Estas precipitaciones producen, también como media, unas escorrentías anuales de 114.000 hm3, que circulan por los ríos o se infiltran en los acuíferos. De este modo, las disponibilidades teóricas por habitante y año se sitúan en unos 2.900 m3, que son del mismo orden que la media europea, aunque se expliquen en nuestro caso por la menor densidad de población.

Ahora bien, tanto las precipitaciones como las consiguientes escorrentías tienen una fuerte oscilación temporal –inter e intraanual– y una muy desigual distribución espacial (véanse los gráficos de las figuras 5 y 6 y la tabla 1). Las consecuencias son bien conocidas: importantes períodos de sequía frente a inundaciones catastróficas, y territorios con agua abundante frente a otros donde las disponibilidades son muy reducidas (tabla 2).

Fig. 5. Precipitaciones anuales medias caídas en España peninsular en el período 1941–1990. Fuente: Instituto Nacional de Meteorología, 1992.

Fig. 6. Precipitación media anual en España. Fuente: Instituto Geográfico Nacional–Instituto Nacional de Meteorología, 1992.

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En definitiva, las cuencas atlánticas –que representan el 63 % de la superficie de la España peninsular– disponen del 75 % de los caudales circulantes o infiltrados, frente a las cuencas mediterráneas (37 % del territorio), que sólo cuentan con el 25 % del total. Esta relación entre escorrentías atlánticas y mediterráneas se reduce a 1,7 cuando el cociente se obtiene a partir de los caudales unitarios por superficie, y se sitúa en 2,2 al comparar las respectivas disponibilidades teóricas por habitante y año. No obstante, al desglosar de todo este conjunto la Cuenca Norte, los resultados para las restantes áreas del territorio español son mucho más homogéneos en términos de superficie, aunque sigue habiendo diferencias importantes en términos de población. Las diferencias entre valores medios se acusan nuevamente si se deja al margen la cuenca del Ebro, difícilmente equiparable a las restantes cuencas mediterráneas.

Todas estas cifras ponen de manifiesto la disimetría hídrica de la Península y también los fuertes desequilibrios entre unas grandes cuencas y otras. Pero el problema es el mismo, y a veces más acentuado, cuando la comparación se hace entre zonas de una misma cuenca.

En el Ebro los mayores caudales llegan de su cabecera y de los afluentes izquierdos, que reúnen las escorrentías generadas en las altas cumbres del Pirineo. Por el contrario, los tributarios derechos, con origen en la Cordillera Ibérica, suelen ser ríos modestos, que, con sus escuetos caudales, apenas pueden atender más que las áreas próximas a sus respectivos cauces. Algo similar ocurre en el Duero, donde los grandes afluentes cantábricos –redes del Esla y del Pisuerga– superan la capacidad de los ríos que llegan del Sistema Central. En el Tajo, en cambio, son los tributarios derechos, es decir, los que drenan el Sistema Central hacia el sur, los que no tienen parangón con los cauces que proceden de los Montes de Toledo. El Guadiana es un caso muy particular de río casi sin afluentes importantes –si se exceptúa, quizá, el Zújar– y con una cuenca de gestación muy compleja, rodeada de relieves poco destacados, que no reciben precipitaciones abundantes; por eso sus aportaciones son las menores de los grandes ríos españoles. En la Cuenca Sur las disimetrías son evidentes, pues las lluvias disminuyen claramente desde el Estrecho hasta Almería, con la única salvedad del núcleo de Sierra Nevada, donde las precipitaciones nivales alcanzan cifras significativas, aunque reducidas a un sector elevado, de poca extensión.

En definitiva, la climatología y la orografía determinan en la Península una zona húmeda en el norte –desde Galicia a los Pirineos–, que se atenúa rápidamente hacia el sureste, donde la aridez llega a ser extrema, aunque también son áridos algunos núcleos del interior, protegidos en exceso de las precipitaciones por los relieves que los rodean.

Esta situación es el reflejo muy atenuado del clima que imperó durante largos períodos del cuaternario, tal y como lo ponen de manifiesto los pocos y pequeños glaciares que aún se conservan en el Pirineo central y los numerosos restos que dejaron los glaciares cuaternarios en algunas de nuestras montañas. Pues sigue lloviendo donde llovió y sigue nevando, aunque menos, donde nevó mucho. Por eso en la Cordillera Cantábrica se conservan abundantes formas del glaciarismo cuaternario, desde Galicia hasta Castro Valnera, al igual que ocurre en el Sistema Central entre Gredos y Somosierra, en la Ibérica desde la Demanda al Moncayo o en el núcleo meridional pero muy elevado de Sierra Nevada. En el Pirineo todavía resisten algunos glaciares activos, aunque muy disminuidos a lo largo de este siglo.3 Del lado español se conservan 36 aparatos, entre glaciares y heleros –todos en el Pirineo central–, con aportaciones hacia los ríos que resultan casi insignificantes. No lo son, sin embargo, las escorrentías derivadas de la fusión nival en este mismo sector, que suponen un porcentaje apreciable del total transportado por el Ebro.

Fig. 7. El Duero en Tordesillas (Valladolid).

Fig. 8. Nacimiento del río Cuervo (Cuenca).

La regulación fluvial. Programas hidráulicos y planes hidrológicos

La desigual distribución espacial y temporal de las disponibilidades hídricas en la mayor parte del territorio español ha obligado desde muy antiguo a importantes labores de regulación. Actuaciones que, lógicamente, se han ido intensificando a lo largo de la historia en función del incremento de las demandas y de su cada vez mayor desequilibrio con las aportaciones naturales de los ríos. Cabe señalar al respecto que, en la situación actual y en condiciones de régimen natural para los distintos cauces y acuíferos del territorio, solamente podrían utilizarse del orden de un 9 % de las aportaciones medias, es decir, alrededor de 10.000 hm3/año, lo que es menos de la tercera parte de las demandas.

Fueron los romanos los primeros que iniciaron acciones concretas y sistemáticas de regulación y aprovechamiento fluvial, realizadas en general sobre cauces secundarios, dadas las dificultades que planteaban los ríos caudalosos para los medios disponibles entonces. Muchas de estas obras son hoy ruinas de exclusivo, aunque alto, interés cultural, pero hay algunas que todavía conservan su primitiva función o mantienen su aspecto original. Así las presas de Proserpina y Cornalvo, que atendieron en su día el abastecimiento urbano de la colonia Augusta Emerita, dentro de un complejísimo sistema hidráulico. Su construcción se sitúa hacia el cambio de era y todavía siguen en pie, aunque reconstruidas parcialmente en muchas ocasiones, y aún retienen las aguas del arroyo de Las Pardillas, en el primer caso, y del río Albarregas, en el segundo. Desde ambas partían importantes canalizaciones hacia Mérida; la conducción de Proserpina accedía a la ciudad a través del gran acueducto de Los Milagros.4

En Extremadura son numerosas las albueras (del árabe albujaira: ‘el lago’ o ‘la laguna’) formadas por presas que en origen fueron romanas. Se conserva también, aunque completamente aterrado, el embalse de Muel sobre el Huerva, al igual que el de Almonacid de la Cuba, en el río Aguas Vivas, con presa recientemente reconocida como romana, que corrige una anterior datación medieval. Hay, en fin, otra larga serie de actuaciones relacionadas con el aprovechamiento de los ríos; como la captación en el Francolí para abastecer Tarraco a través del Pont del Diable –más tarde sustituida por una toma en el Gayá–, la del Gállego para servir Zaragoza, el acueducto de Segovia o el canal de Cella –entre el Guadalaviar y el Jiloca–, que es, con toda seguridad, el primer trasvase entre grandes cuencas realizado en el que hoy es nuestro territorio.

En la Edad Media las grandes obras de ingeniería hidráulica no debieron de ser muchas; al menos no se conservan restos tan significativos como los del período anterior. Por el contrario, debieron de proliferar las obras menores –azudes, molinos, acequias, etc.–, tanto del lado cristiano como del musulmán. Es bien sabido que los musulmanes, sobre todo, hicieron un uso cuidadoso de las aguas de los territorios que ocuparon, apoyándose en muchos casos en las construcciones romanas, que a veces rehabilitaron y a veces mejoraron.

Fig. 9. Glaciar de Maladeta (Pirineo Aragonés).

Fig. 10. Canal de Castilla en Fuentes de Nava (Palencia).

A partir del siglo xvi las intervenciones en los ríos superan ya las características de las obras de la antigüedad clásica. La presa de Tibi, datada en 1594 –y coetánea de la de Relleu–, con 46 metros de altura y planta curva, ha sido la mayor del mundo de esta tipología durante siglos. La de Almansa, en Albacete, se recreció en 1586 sobre una estructura doscientos años más antigua. Con Carlos v y Felipe ii se iniciaron o idearon grandes canales, con los que se intentaban aplicar modelos foráneos de transporte y, en definitiva, sustituir unos ríos de tan bajas posibilidades de navegación como los nuestros. La mayor parte de estas ideas debieron abandonarse pronto, si bien algunas de ellas, como la construcción de los canales de Castilla e Imperial de Aragón, se retomaron en época ilustrada y, mal que bien, se llevaron a cabo, aunque sin que se completasen en su totalidad los planes inicialmente previstos.

Pero es a partir de la segunda mitad del siglo xix cuando la regulación fluvial empieza a plantearse como un hecho absolutamente necesario y casi de supervivencia para algunas zonas del territorio español. No es cuestión de entrar ahora en los planteamientos que hicieron los regeneracionistas –Joaquín Costa, Juan Senador Gómez o Macías Picavea, entre otros– ni en sus continuas llamadas a la mejora de la producción agraria por medio del incremento de los regadíos. Pero la realidad es que a partir de estas ideas se acabó promulgando la Ley de Aguas de 1879, que, ya en este siglo, dio origen a numerosos planes y programas hidráulicos. Son varios los que se aprobaron entre 1902 y 1919; ninguno de ellos se desarrolló completamente y todos adolecieron de planteamientos de carácter general.

Hay que esperar a 1933 para la presentación del Plan Nacional de Obras Hidráulicas. Dirigido –y elaborado en gran parte– por Manuel Lorenzo Pardo, siguiendo instrucciones del entonces Ministro de Obras Públicas Indalecio Prieto, es el primer programa de actuaciones hidráulicas de carácter general –aunque se refiere sólo al territorio peninsular– que aborda con toda amplitud el análisis de “las realidades geográficas peninsulares, sobre todo las hidrográficas”, en las que basa las numerosas propuestas de actuación que contiene. En este sentido es ya un plan hidrológico.

Pero al igual que ocurrió con los anteriores, este programa tampoco llegó a buen fin. Nunca fue aprobado, y después de la guerra civil todo lo que se hizo con sus propuestas fue tomar la mayor parte de las obras que incluía –pero no los criterios territoriales que las sustentaban– para incorporarlas a la parte hidráulica del Plan General de Obras Públicas de 1939, que es el que se fue desarrollando a lo largo de las décadas siguientes.5

Con ello se llega al 1 de enero de 1986, fecha en la que entra en vigor la Ley de Aguas de 1985, que sustituye a la aprobada más de cien años antes. Esta ley establece los criterios que deben guiar la planificación hidrológica y es, por tanto, el origen del Plan Hidrológico Nacional –actualmente en fase de elaboración, después de haberse presentado un primer anteproyecto– y de los Planes Hidrológicos de cuenca, que analizarán específicamente cada uno de los ámbitos más arriba indicados.

Como es lógico, sesenta años después de la elaboración del plan de Lorenzo Pardo las circunstancias del país han variado notablemente. Por un lado, las demandas se han situado en niveles muy superiores a los de principios de siglo, en particular la demanda agrícola, pero también, y de modo muy significativo, la urbana y la industrial (tabla 3).

Al mismo tiempo, con la construcción de muchas de las presas previstas en el plan de 1933 y de otras que se han añadido a las propuestas de Lorenzo Pardo –que, sumadas a las más antiguas, superan el número de mil– la regulación de los ríos españoles ha mejorado notablemente (tabla 4). De hecho, las disponibilidades medias actuales se han elevado hasta más del 40 % de las escorrentías medias totales; cifra que si bien parece alta al compararla con el 9 % que se alcanzaría contando solamente con la regulación natural, la realidad es que no hace sino equiparar la situación española a la de otros territorios más favorecidos por las lluvias y la secuencia de las precipitaciones, como puede ser Centroeuropa, donde ese valor del 40 % se alcanza, en la práctica, sin ninguna intervención, es decir, en régimen natural

Pero además –y como ocurre siempre con los valores medios– la regulación indicada es más aparente que real, pues incluye la producida por los grandes aprovechamientos hidroeléctricos de la Cuenca Norte, el bajo Ebro y la frontera portuguesa del Duero y el Tajo, que, por su ubicación y características, no tienen aplicación a las demandas consuntivas. Por otra parte, el carácter global de esta cifra enmascara numerosas situaciones deficitarias de carácter local, que afloran cuando el análisis se centra en los sistemas de explotación de las distintas cuencas.

Como consecuencia de todo ello, en la situación actual se produce un déficit medio de 3.030 hm3/año (tabla 5), que se manifiesta en unos 1.000 hm3/año de sobreexplotación de acuíferos y en otros 2.000 hm3/año de dotaciones insuficientes y restricciones. Dos terceras partes de estas carencias derivan de la falta de regulación en algunas cuencas y el tercio restante del agotamiento de los recursos.

Estos resultados no son sino la consecuencia de los desequilibrios y disimetrías a que se ha hecho referencia con anterioridad. Es así que las situaciones más graves se presentan en las cuencas del Segura y el Júcar, seguidas a una cierta distancia por las del Sur y el Guadalquivir y también por Baleares y Canarias, donde las soluciones deben buscarse, necesariamente, en el ahorro, la reutilización y la desalación del agua de mar. Son también altos los déficit locales del Guadiana i y del Ebro, aunque esta última cuenca es claramente excedentaria. Y, como es lógico, la situación mejora hacia el cuarto cuadrante, desde el Tajo y el Duero hasta Galicia Costa y el Norte i, donde se localizan los mayores excedentes.

Estos problemas son los que tiene planteados el Plan Hidrológico Nacional6 y son los que debe resolver en el plazo que tiene marcado, que son veinte años. Pero en esos veinte años las demandas, como es lógico, aumentarán. Las previsiones al respecto conducen a un incremento total en ese plazo de un 18 % respecto a las actuales (tabla 6). Con ello, algunas cuencas llegarán al agotamiento de sus recursos propios, como puede ser el caso de las Cuencas Internas de Cataluña, que se sumarán a las que ya tienen planteado ese problema. Ante ello, no cabrá sino recurrir a nuevas transferencias entre cuencas, es decir, a nuevos trasvases. Pero abordar esa cuestión sería alejarse del tema de este artículo y entrar en el estudio de un tipo de ríos muy particulares; conviene dejarlo para otra ocasión.  

Notas

1. Hernández Pacheco, E., Síntesis fisiogeográfica y geológica de España, Madrid, 1932.

2. Los interesados en éstas y otras cuestiones sobre los ríos españoles pueden consultar el libro de Sáenz Ridruejo, C. y Arenillas Parra, M., Guía física de España: 3. Los ríos, Madrid, Alianza, 1987.

3. Cf. La nieve en el Pirineo español, mopu, 1988.

4. Sobre esta obra puede verse: Arenillas Parra, M., Martín Morales, J. y Alcaraz Calvo, A., “Nuevos datos sobre la presa de Proserpina”, Revista de Obras Públicas, Nº 3.311, Madrid, junio 1992.

5. Sobre estas cuestiones puede verse: Plan Nacional de Obras Hidráulicas de 1933, Edición comentada, Ministerio de Obras Públicas, Transportes y Medio Ambiente, Madrid, 1993.

6. Una serie de artículos informativos sobre el phn y las soluciones que plantea se han reunido en la “Revista de Obras Públicas”, Nº 3.321, Madrid, mayo 1993.