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José González Paz*
*Doctor Ingeniero de Caminos, Canales y Puertos. Doctor en Ciencias Económicas. De la Real Academia de Doctores
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Embalse
hidroelétrico puro Embalse para riego Embalse para abastecimiento |
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Descriptores: Bien natural, Bien económico, Valor económico, Coste, Economía del agua, Precio
Puede resultar insólito que encabece mi colaboración en este número monográfico sobre la "gestión del agua" con esas tres palabras (casi sólo dos), que pueden sonar a muy distintas categorías: petición de principio, admonición previa o imperativo categórico. Pero vivimos en una época de tan acelerada evolución en todos los órdenes, que, a veces, resulta difícil distinguir entre lo que sabemos y lo que creemos saber. El viejo aforismo de la discusión nace la luz, requería, al menos, que la discusión fuese sosegada y que se compartieran algunos principios comunes.
El primero de todos es el de la palabra (Al principio era el Verbo, San Juan 1.1).
Hasta bien entrada la Edad Moderna, el latín es la lengua de la cultura europea, como lo fuera del Imperio Romano. Casi son innecesarias las disquisiciones sobre el sentido de las palabras y se puede pasar directamente a la controversia de las ideas. La lengua por excelencia (el latín) es un vehículo para entenderse. La muerte formal del Sacro Imperio y la eclosión de las lenguas nacionales (¡ay Lutero y su traducción de la Biblia al alemán!), las erige en seña de diferenciación, dentro de un proceso que agudiza el romanticismo decimonónico con su impulso, reconstrucción o reelaboración de las lenguas regionales.
No es ocioso, por tanto, que quiera esclarecer los conceptos de partida que van a informar mi monólogo, ya que no me es posible, en esta ocasión, contrastarlos con los de mis posibles lectores.
Podría parecer que profundizar sobre qué es el agua resulta innecesario, cuando no ofensivo. Sin embargo, al enfrentarme al tema, creo necesario identificar de qué agua vamos a tratar; que no es, simplemente, la definida por su fórmula química (H2O), o por su función biológica en la constitución y funcionamiento de los seres vivos. Más que del agua, será de las aguas existentes en la naturaleza en sus tres estados físicos, pero fundamentalmente en estado líquido; no el agua pura, sino el agua real, con sus elementos físicos y químicos incorporados (disueltos, en suspensión o en arrastre), el agua con su potencial energético de posición, el agua con las fuerzas dinámicas de sus movimientos y sus flujos, el agua que aprovechamos y el agua de la que tenemos que defendernos.
No cabe duda de que el agua es un bien natural. Bien, en cuanto satisface necesidades a partir de su función como principio de vida; natural en cuanto existe en la naturaleza y es ésta la que lo proporciona a través del bien conocido ciclo del agua. Nuestro problema es investigar sobre si es también un bien económico, y el papel que, en tal caso, juega o puede jugar en la actividad económica. Son, pues, estos dos conceptos los que es conveniente fijar con precisión, para asentar nuestro discurso sobre bases firmes.
Como es bien sabido, el ciclo del agua es un ciclo cerrado que integran las etapas por las que pasa el agua (precipitación, infiltración, escorrentía, evapotranspiración, formación de nubes, precipitación). Respecto a los conceptos económicos transcribiré simplemente, mis propias definiciones:1
• Bien, es todo aquello capaz de satisfacer una necesidad. Si se trata de una necesidad económica los medios capaces de satisfacerla reciben el nombre de bienes económicos.
• Necesidad humana (que es la que vamos a tomar en consideración), es la sensación de una carencia, unida al deseo de eliminarla.
• Necesidad económica, es aquella cuya satisfacción requiere la utilización de medios escasos, es decir, no disponibles en cuantía ilimitada. Precisa de actos materiales e implica actividad económica.
• Actividad económica, es la encaminada a la satisfacción de las necesidades económicas. Se rige por el principio de escasez.
• El bien económico, ha de ofrecer la característica de ser escaso y regulable. Es precisa o posible la realización de una actividad económica para obtenerlo. Los que no tienen esas características se designan con el nombre de bienes libres.
• Utilidad, es la aptitud de los bienes en orden a la satisfacción de las necesidades.
• Valor, es la importancia concedida por los sujetos económicos a los bienes que satisfacen sus necesidades. La combinación de las características de utilidad y rareza (escasez) de un bien es lo que determina su valor. Valor y bien económico son conceptos afines.
Ahora sí podemos ya relacionar los conceptos de agua y de bien económico, también sobre bases firmes.
Aunque el resto de los artículos que componen el presente número es natural que estén absolutamente centrados en los problemas de uso, aprovechamiento y gestión de las aguas dulces continentales, no parece ocioso ofrecer algunas consideraciones relativas a las aguas no continentales (marinas), en cuanto a su posible consideración como bien económico.
La característica diferencial de las aguas marinas es el hecho de que su contenido en sales las hace inadecuadas para la satisfacción directa o indirecta de necesidades de carácter biológico de gran número de especies, a lo largo de las cadenas tróficas y, finalmente, de las necesidades humanas de tal carácter, dentro o fuera de las actividades productivas. Los principios de utilidad, escasez y posible regulación, definitorios de su consideración como bien económico y determinantes de su valor económico, han de ser aplicados de modo preciso y no genérico. Así se apunta, a continuación, en la exploración de una serie de casos positivos, dentro de una especial consideración del valor económico, entendido como inherente al de todo bien que entra o puede entrar en el "comercio de las cosas".
De alguna forma, natural o social, los bienes han de ofrecer caracteres de escasez y posible regulación, para que las aguas marinas adquieran el carácter de bien económico, valorable por encima de su utilidad genérica como bien libre.
La escasez natural puede identificarse mediante la consideración de ciertas circunstancias singulares tales como:
• Excepcional amplitud de la carrera de marea en ciertas costas, muy favorables para su aprovechamiento en centrales maremotrices o molinos de mar.
• Reducido número de áreas marinas en que la conjunción de favorables confluencias de corrientes, temperaturas, oxigenación, amplitud y profundidad de la plataforma submarina, etc. sustentan una excepcional riqueza biótica. (Las corrientes pueden ser de agua, como la Gulf Stream, o corrientes migratorias inducidas).
• Reducido número de parajes con condiciones excepcionales para determinados usos capaces de inducir una actividad económica. Van desde las bahías, ensenadas y rías capaces de ofrecer abrigo a la navegación marítima, a las costas que facilitan la concentración de actividades deportivas (surf, windsurf, pesca submarina, etc.)
• Áreas en que la conjunción de fondos marinos poco profundos (plataforma marina) y riquezas minerales naturales (petróleo, gas, en el futuro nódulos) hacen posible la explotación de tales riquezas.
• Zonas costeras singulares en que el agua supone un atractivo destacado para su explotación residencial, turística o productiva. Desde marinas y puertos deportivos a urbanizaciones (tipo Ampuriabrava, en Gerona), instalaciones salinas, cetáreas, viveros de moluscos o de peces, almadrabas, etc.
Cabe decir, no obstante, que lo que permite la aparición de un valor económico es, más que el agua marina en sí, la "conjunción tierra-agua".
La posible regulación ofrece dos vertientes claramente diferenciadas, aunque las mismas actúen generalmente conexionadas: una regulación técnica y una regulación jurídica, siendo esta última, con mucho, la más importante.
Como ejemplos de regulación técnica cabe citar:
• La ejercida por la presa y embalse del estrecho de Rance, para la espectacular central maremotriz francesa de igual nombre, introduciendo tecnologías infinitamente superiores a las de los viejos molinos tradicionales, que existieron en el pasado en la misma zona.
• Las infraestructuras portuarias, creando o mejorando zonas abrigadas y aportando facilidades de acceso marítimo (calados, bocanas, etc.).
• Aplicación de "tecnologías off shore", cada vez más avanzadas, para la explotación de los fondos marinos.
• Actuaciones técnicas sobre el litoral (defensa de costas, regeneración de playas, correcciones sobre la dinámica litoral, etc.).
La regulación jurídica comprende aspectos tan fundamentales como:
• Limitación al libre uso de las superficies y fondos marinos, tanto en cuanto a la tecnología pesquera (arrastre, redes de deriva, volantas, etc.) como a la realización o limitación de capturas (parada biológica, especies protegidas, tamaños mínimos, etc.), o al establecimiento de instalaciones productivas fijas o semifijas (almadrabas, salinas, viveros, etc.), o de uso humano (espacios litorales insulares o submarinos protegidos).
• Extensión creciente y generalizada de las aguas territoriales (de las tres o seis millas tradicionales a las 200 millas actuales), que ha permitido a los Estados obtener unas rentas del mar, expulsando a los pescadores foráneos tradicionales (Terranova), cobrando derechos de pesca e imponiendo otras cargas y gabelas (Marruecos), etc.
Lo cierto es que la regulación jurídica ha transformado, en buena parte, las aguas del mar de un bien libre a un bien económico, haciéndolas pasar, para ello, a ser un bien relativamente escaso.
Pero es hora ya de dejar el agua del mar y de que, como corresponde a este foro, pasemos a las aguas continentales en su condición de bien económico.
Pero antes de centrarnos en la categoría genérica de las aguas continentales, bajo el prisma cuantitativo de las aguas dulces tradicionalmente aprovechadas en usos agrarios y consumos humanos, interesa incorporar aquí algunas leves consideraciones sobre lo que me he permitido bautizar como "las otras aguas", en vez de relegar su consideración al estrambote final de un soneto imperfecto. Tales aguas incluyen muy distintos tipos.
Las aguas salobres son las más próximas, en su composición química, el agua del mar y como ella pueden ser materia prima para la obtención de distintas sales (y aun otros compuestos). Las clásicas salinas tradicionales (hoy en gran parte inexplotadas) tuvieron extraordinaria importancia en puntos interiores de localización de manantiales de aguas que arrastraban sales procedentes de ciertas formaciones geológicas singulares. Dichas aguas tenían el carácter de bien económico en razón a su rareza, a la posibilidad de una simple manipulación (en general mediante la evaporación natural), o sea, a su regulación dentro de un proceso productivo y a que las dificultades y carestía de los transportes interiores las hacían competitivas, en el seno de sistemas de producción artesanales, aun contando con desventajas climáticas, frente a las salinas ubicadas en ciertas partes del litoral marino.
Pocas son las que siguen en producción, como es quizá el caso de las salinas del pueblo de Gerri de la Sal en Lérida (que visité hace algunos años); pero el rastro de su importancia pasada puede seguirse en la abundancia de topónimos que engloban la voz –salinas–, como es por ejemplo el caso de Salinas de Medinaceli, en Soria. Su carácter de bien económico dio lugar, en su tiempo, a que su explotación fuera objeto de regalía por parte de la Corona, o se incorporara a los derechos señoriales. De su valor económico dio fe, en su tiempo, el conocido estanco de la sal; pero dicho valor no se basaba únicamente en la regulación jurídica de las salinas, sino en la existencia (o no) de una fuente de suministro adecuada, que permitía a su poseedor participar también en la "renta de la sal".
El caso de las aguas salobres interiores pone de manifiesto que hay aguas continentales a las que se puede calificar de bien económico en cuanto son input de una actividad económica concreta. Cuando son objeto de procesos de desalinización, cabe admitir que tienen un valor económico positivo en cuanto no existan alternativas de abastecimiento más favorables. Cuando resulta necesaria su eliminación, para que no afecten desfavorablemente a procesos posteriores de uso o consumo, puede aceptarse que tienen un valor económico negativo, por cuanto obligan a incurrir en costos adicionales.
Todo ello no impide que también pueda hablarse del posible valor ecológico de tales aguas, como sustentadoras de áreas en que se asientan biotopos singulares, pero éste es tema que merecería ser tratado aparte, superando el ámbito de lo económico aquí considerado. Sin embargo, ello no empece para que apuntemos algunas leves consideraciones en que el valor económico de las aguas interiores (y por tanto su consideración como bien económico) se sustenta o incide en aspectos ecológicos ligados a las condiciones propias del agua, tanto químicas como físicas.
Los campos a considerar en los que el agua alcanza el carácter de bien económico son variados, amplios y multiformes dentro de este grupo restringido de "las otras aguas". Son los casos identificables como se expone a continuación:
• Aguas mineromedicinales; o simples aguas de mesa, objeto de comercialización (incluida o no su manipulación) para consumo humano diferenciado de los abastecimientos colectivos generales. Son apreciadas por sus características singulares (gas ocluido, sales en disolución, sabor, menor grado de dureza, garantía de salubridad, etc.)
• Aguas de uso médico tradicional; en las que se fundamenta la explotación de balnearios para el tratamiento de diversas dolencias, o con el carácter más amplio de medicina preventiva.
• Campos de nieve; que suponen un creciente atractivo turístico y han dado lugar a toda una industria compleja, de la que las estaciones de montaña son tan sólo la parte más visible, pero en modo alguno la única. Hay que tener en cuenta que la nieve tuvo anteriormente un valor económico en la fabricación de helados y sorbetes y en aplicaciones médicas como antipirético, lo que dio base a la extendida existencia de los llamados "pozos de la nieve", e incluso a la promulgación de cierta Real Cédula, por la que se concedía, a cierto avispado granadino, autorización exclusiva para la explotación (bajándola a la ciudad) de la nieve de Sierra Nevada.
• Aguas bravas; como las existentes en ciertos tramos fluviales, sobre los que se viene desarrollando un creciente turismo deportivo y de aventura, cuyo uso sufriría anulación (o al menos modificación) si resultaran anegados por un embalse. Este es el elemento nuevo (y por hoy olvidado) a tomar en consideración en la correspondiente evaluación económica de proyectos.
• Cotos fluviales; objeto de alguna forma de explotación económica (incluidas las piscifactorías) en que el agua es el input básico.
• Láminas de agua; que actúan como elementos de revalorización de actuaciones urbanizadoras o inmobiliarias y, por tanto, justificativos de su creación, diferenciándolas de aquellas otras superficies acuáticas en las que tales láminas aparecen como simple consecuencia de los sistemas tecnológicos tradicionales (por ejemplo en embalse y contraembalses para usos diversos).
Fig. 1. Salinas en la Riviera eslovena. |
Fig. 2. Marina en la costa adriática. |
Llegados a este punto podemos limitarnos, ya, a las aguas que, de siempre, han centrado las consideraciones del ingeniero, debido a sus usos tradicionales cuantitativamente más importantes, incluyendo (aunque sea más moderno) el uso en refrigeración industrial (especialmente centrales térmicas).
El principio de racionalidad impone que en el logro de todo fin cuya consecución exige incurrir en un coste, este último se acepta si el fin ofrece un valor superior. En términos generales, coste viene a ser sinónimo de sacrificio, de insatisfacción ineludible para el logro de un fin superior; cuando dicho coste se traduce en pérdidas de valor económico resulta ser un coste económico o costo.
El agua pasa de ser un bien natural a ser un bien económico cuando ofrece suficiente grado de regulación, de acuerdo con el correspondiente tipo de aprovechamiento. Su valor económico difiere según que el paso de recursos naturales a disponibilidades se apoye tan sólo en la regulación natural o ésta resulte mejorada por la acción del hombre.
Tradicionalmente, pequeños barcos portugueses a remo y vela navegaban (no sin riesgo) el Duero portugués desde Oporto a la "raya española". Por esa vía llegaron a Wellington cañones y suministros que hicieron posible la derrota de las tropas francesas en Arapiles, junto a la capital salmantina. Pero los esforzados marineros portugueses, que monopolizaban el reducido tráfico de mercancías con España por esa zona, y el más importante y próspero de transportar los afamados vinos de Oporto, sabían perfectamente que, a pesar de su pericia y arrojo, su Duero sólo podía navegarse (con su correspondiente tributo de vidas humanas) en época de aguas medias, nunca con aguas altas (que inundaban periódicamente el barrio marinero de Oporto), ni con aguas bajas (cuando se acrecentaban los peligros de un irregular fondo rocoso).
El Duero internacional fue siempre infranqueable y sus "hoces" prácticamente inaccesibles, hasta que se construyeron los actuales embalses hidroeléctricos a lo largo de todo el tramo, que han hecho posible una frontera transversalmente más permeable. La regulación introducida por tales embalses, junto a los correspondientes a las centrales de agua fluyente construidas en el Duero portugués (equipadas con esclusas), han logrado hacer de la navegación en dicho tramo una actividad económica normal, borrando su carácter de arriesgada aventura y abriendo ciertas posibilidades al desarrollo de un turismo con base en la navegación fluvial de recreo.
En un país como España, donde en amplias zonas geográficas nuestros ríos no son otra cosa que cauces de avenida, sembradores de destrucción y de muerte, sus aguas difícilmente pueden tener un valor económico positivo, puesto que la regulación natural es mínima; en especial (nuestros ríos también "veranean") si el agua desaparece en el estío. ¿Cuántos Río Seco y Rambla Seca, Arroyo Seco refleja nuestra toponimia? Entre nosotros, la regulación de nuestros ríos es condición indispensable para que sus aguas adquieran plena consideración de bien económico, capaz de recibir una valoración positiva.
Diríamos más: positiva no sólo desde el punto de vista económico, sino también en los campos de la ecología del medio ambiente natural y social.
Las aguas (tal como aquí se consideran) juegan en la economía bajo tres aspectos principales:
1. Satisfaciendo directamente necesidades humanas de carácter primario, como la bebida y la higiene. Así ha sido desde el principio de los tiempos y, cuando ya las sociedades humanas alcanzan un cierto grado de organización, aparecen actividades directamente ligadas a satisfacer las correspondientes demandas. Fueron en principio los "aguadores", que aseguraban la conexión entre las fuentes y los domicilios; lo son hoy los sistemas de abastecimiento, que buscaron asegurar un servicio tecnificado de disponibilidad inmediata de agua, de calidad superior a la ofrecida por la propia naturaleza y sin restricciones en la demanda.
2. Aportando un factor de producción, absolutamente necesario en multitud de procesos. Desde el riego de cultivos, en climas o periodos secos, cubrir las necesidades de bebida del ganado, o los requerimientos de múltiples industrias, como input imprescindible en los correspondientes procedimientos fabriles (incluidas las necesidades de refrigeración). Tales necesidades pueden hacer referencia tanto a aspectos cuantitativos como cualitativos. Aunque los primeros sean, con mucho, los más importantes, los segundos no son en modo alguno despreciables para la mayor parte de los procesos productivos; y en algunos casos son dirimentes para decidir sobre la localización óptima de una industria en concreto (por ejemplo, la de fibras artificiales, que tanteó primero su localización en Valladolid con aguas del Canal de Castilla y cambió su turbiedad por las aguas cristalinas del Ebro en Miranda).
3. Obligando a ciertas actividades económicas relacionadas con el agua, en que ésta no tiene estrictamente el carácter de bien de consumo ni el de bien de producción. Son, en general, las ligadas más directamente a la calidad de vida, y sus objetivos pueden ser tanto cuantitativos como cualitativos, y estar centrados en cuatro alternativas fundamentales: utilización, conservación, corrección o eliminación.
Creemos que no hace falta insistir en los aspectos 1 y 2, pero quizás no sea ocioso dedicar algunos comentarios al 3, por su presunto carácter marginal de costo sin contrapartida estrictamente económica.
Hasta la segunda mitad del siglo xx, la ingeniería hidráulica se enfrentaba a nuestras lagunas, marismas y humedales de todo tipo como si fueran un error de la naturaleza que fuera preciso corregir en honor al progreso.
Con una visión excesivamente economista se abordaba su desecación para aumentar la superficie cultivable; objetivo al que el Estado prestaba su mejor apoyo (concesiones, ayudas, etc.). Así se desecaron, entre otras, la laguna de La Janda, la de La Nava, la de Ginzo de Limia y estuvo a punto de serlo la de Sariñera y bastantes y conocidas marismas (en especial en el Guadalquivir) y albuferas litorales.
Con una visión que entonces se calificaba de social, pero que también tenía motivaciones económicas, a las clásicas transformaciones en regadío fueron bien pronto incorporadas unas localizadas campañas de lucha antipalúdica; como bien recogen, por ejemplo, las publicaciones pioneras de nuestras Confederaciones Hidrográficas. La medicina preventiva aplicada se vio pronto acompañada por la mejora tecnológica en el diseño de los propios regadíos, complementando la red de acequias menores (única contemplada por el agricultor cuando debía construirlas a su costa) con una red de cauces de drenaje, azarbes y desagües, correctamente proyectados para reducir el estancamiento de las aguas. Se mejoraba así, además, la productividad del suelo y se reducía la prevención (a veces fundada) del agricultor de secano para aceptar la transformación en regadío, e incluso para utilizar las tierras en los nuevos cultivos.
En uno y otro caso, el objetivo final era la eliminación de las aguas, para lo cual era preciso hacer frente a los costos correspondientes (por cierto, que es lo único que hacen los holandeses en la hidráulica de sus "polders").
La alternativa de corrección se refiere tanto a actuaciones sobre la cantidad de agua disponible en los correspondientes tiempos y lugares, como sobre aspectos relacionados con la calidad de la misma; pero también con el propio entorno inmediato en el que el agua discurre o permanece.
Bajo esta consideración cabe plantear aspectos tan singulares como:
• Los embalses de regulación constituyen inversiones necesarias (y sus gastos de explotación, costos no evitables) para acercar nuestros ríos al "patrón medio centroeuropeo" en cuanto a variabilidad de caudales. No es correcto que la Unión Europea pretenda imponernos el llamado "principio de recuperación íntegra del coste", como pago por el usuario, que incluye incluso los de gestión por parte de las administraciones públicas (y la constitución de reservas de autofinanciación para futuras mejoras y ampliaciones). En especial si, en nuestro caso, es preciso incluir, en el mismo, los costos de regulación, que no son precisos en el escenario centroeuropeo. Mantener, por un día más, la vigencia de nuestro muy legal y muy apreciado (por la Administración) canon de regulación es un profundo error y un grave obstáculo a la correcta homologación de nuestro escenario hidráulico en el contexto de una Directiva Comunitaria como la propugnada.
• Las necesidades de depuración de las aguas usadas o residuales raramente se justifican por los límites de calidad admisibles correspondientes a sus posteriores utilizaciones como bien económico estricto, incluso bajo una visión ampliada que tomara en consideración, por ejemplo, los costos evitados en el campo de la salud, o los beneficios económicos del uso recreativo de los cursos o masas de agua receptores. Pero el tratamiento y depuración de las aguas usadas (prefiero este nombre al de residuales) constituye una actividad económica, en la que éstas constituyen un input y las ya tratadas el output del correspondiente proceso productivo.
La alternativa de conservación ha irrumpido con fuerza en la valoración de fines sociales en nuestros días. Bajo versiones distintas –no ya concordantes sino tan siquiera convergentes–, parece existir un clamor (en ocasiones justificado) a favor de la conservación de la naturaleza, lo que implica la conservación del agua, porque sin agua sólo puede existir una naturaleza muerta (y no es ésta la que más preocupa en todo caso).
Tal como recoge nuestro refranero, las intenciones suelen ser buenas, pero no se puede asegurar lo mismo de las acciones, sobre todo cuando éstas se reivindican desde posturas radicales, escasamente racionalistas y, en muchas ocasiones, absolutamente utópicas. Dado que la naturaleza original de las cosas no es perfecta ni inmutable por sí misma, nuestra postura no puede traducirse en un conservacionismo a ultranza, cuando no en una verdadera recreación de una naturaleza soñada, sin consideración a los costes (económicos y no económicos) de tal actitud vital.
Bajo la óptica de la conservación, el agua constituye un bien económico en cuanto hace necesaria una actividad económica para el logro de un fin predeterminado; ya se trate de compatibilizar los usos agrícolas y los ecológicos (aves migratorias) en el ámbito de la Laguna de Sariñera, de realimentar artificialmente las Tablas de Daimiel, o de restaurar o proteger determinados humedales.
Fig. 3. Balneario centroeuropeo. |
Finalmente, la alternativa de utilización en los aspectos relacionados con la calidad de vida, encierra también actividades económicas necesarias y, en principio, altamente diversificadas. Limitándonos a exponer una primera "lista informativa", ésta recogería aspectos tales como:
• Tratamiento de márgenes fluviales.
• Utilización turístico-deportiva de cursos de agua y embalses (en especial navegación y pesca), así como de los espacios colindantes.
• Creación de láminas de agua para la revalorización de espacios de ocio.
• Conservación y restauración del patrimonio hidráulico de carácter histórico-artístico.
• Realización de actividades espeleológicas, en cuanto correspondan a formaciones que siguen siendo modeladas por el agua.
Como todo bien económico el agua tiene un precio, sin que éste deba ser, forzosamente, un precio de mercado. Tal precio puede tener el carácter de pura renta de escasez análoga a la clásica y bien conocida renta de la tierra, o corresponderse, preferentemente, con el cómputo de los costos en que es preciso incurrir para convertir el recurso natural agua en disponibilidades reguladas, útiles para alcanzar los objetivos fijados respecto a su utilización (de acuerdo con la vieja tesis ricardiana). En uno y otro caso, la primera interrogante que se presenta es, ni más ni menos, que la de establecer quién debe pagar el precio del agua. Ya se ha indicado que la postura de la Unión Europea, según la última versión (por el momento) de su Directiva Marco sobre el Agua, mantiene el principio de la "recuperación íntegra del coste a través del pago por el usuario". Pero aun aceptando tal principio, sin o con la corrección ya apuntada de nuestras singulares necesidades de regulación y las de reequilibrio hidráulico entre cuencas, el problema no queda resuelto en tanto en cuanto no se identifiquen correctamente los usuarios y no se cuantifiquen adecuadamente los costes monetarios (costos).
A mi modo de ver, el concepto de usuario no debe aplicarse restrictivamente, limitándolo al primer utilizador del agua, sino que en tal categoría deben entrar, objetivamente, todos los beneficiados por el uso, tanto directo como indirecto, de las disponibilidades hidráulicas. Para los beneficiarios directos existen soluciones correctas (o cuando menos objetivas), estudiadas para el caso de aprovechamientos hidráulicos de fines múltiples, tales como los recogidos en los trabajos del Simposio Internacional Agua Siglo xxi, celebrado en Madrid en septiembre de 1980.2
Sin entrar, por puras razones de espacio, en la evaluación de los costos, centraremos la atención solamente sobre los beneficiarios, y con referencia a aprovechamientos hidráulicos construidos, "prima facie", con una sola finalidad concreta. Lo haremos, simplemente, enunciando los interrogantes a responder en los siguientes casos típicos, escogidos a titulo de ejemplo:
La Administración o Administraciones Públicas establecen, en los pliegos de condiciones de la correspondiente concesión, una serie de restricciones y condicionantes que, en general, suponen un coste extra para el concesionario; generalmente sin otra compensación económica que la inherente al propio hecho concesional. La singularidad de cada "cahier de charges" (como dirían los franceses) no permite apreciar si existe o no un tratamiento coherente con las formas de uso del agua, con las posibilidades de usos sucesivos de los caudales turbinados, o con los efectos desiguales de las distintas formas de explotación.
Nuestro famoso y tradicional canon de regulación no tiene la misma justificación en su aplicación a una central fluyente, a la que se garantice "de verdad" un mínimo de caudal, que a otra (que aún las hay) que funcione por turbinadas, a partir de una mínima capacidad de embalse propio, o que a la gran central con una capacidad de embalse suficiente para asegurar su propia regulación de caudales. En pura equidad, la asunción de costos no debería ser la misma para una central dotada de contraembalse de regulación, que para otra que carece de él y además trabaja en un régimen de energía de puntas.
En una primera apreciación podría pensarse que, tratándose de un uso consuntivo, no debe caber duda en la imputación plena de los costos al regante. Para no caer en tal simplificación, podemos recordar aspectos tales como:
• La utilización del embalse para asegurar, aguas abajo, la permanencia de un caudal ecológico mínimo predeterminado, no asegurado por el río en su estado natural (caudal detraído al riego).
• La utilidad de las aguas infiltradas en las zonas de riego, respecto a la alimentación de acuíferos (que aprovecharán otros), o a la conservación de niveles freáticos (de utilidad para terceros).
• La superficie regada (y por tanto el caudal total utilizado) no pueden ser estrictamente imputados a la existencia y forma de explotación del embalse. La función de éste es introducir un elemento de regulación que permite incrementar la superficie regable con los caudales disponibles con el río natural (sin regulaciones aguas arriba), que no tienen por qué ser forzosamente nulos.
• El embalse, como elemento de regulación, aumenta la seguridad y la garantía de que los terrenos situados aguas abajo no sean dañados (o lo sean menos) por riadas e inundaciones. Frente a esa ventaja, la desventaja de que lo sean por causa de una rotura de la presa aparece como casi despreciable en términos puramente estadísticos.
• Todo embalse y toda zona de riego inducen unos microclimas que, en general, mejoran la calidad de vida en las zonas esteparias áridas y semiáridas en que se localizan preferentemente. Por otra parte, el uso del agua en actividades productivas o de ocio, aumenta el nivel de vida de la zona y favorece un desarrollo sostenible, al facilitar los pertinentes cambios estructurales.
En líneas generales señalaremos, por ejemplo, los siguientes puntos:
• Identificación con el aspecto antes expuesto relativo al caudal ecológico.
• Las aguas devueltas a los cauces, si son adecuadamente depuradas (como resulta obligado), pueden mejorar los caracteres físicos y químicos de las aguas naturales a las que se adicionan, aportando un impacto favorable sobre el medio físico y social (vuelve el salmón) ¿Su costo debe ser imputado sólo al consumidor urbano?
• El abastecimiento de las grandes ciudades introduce un peculiar elemento de regulación, dada la reducida variabilidad estacional de las correspondientes demandas. Ciertamente supone la introducción de un embalse virtual de regulación en el sistema general (caso de Madrid, por ejemplo).
Fig. 4. El Guadalquivir en Sevilla. |
Con estos apuntes queda de manifiesto que, en puridad, no existen aprovechamientos hidráulicos que, en su explotación, puedan considerarse como correspondientes al modelo económico teórico de la producción simple, encaminada a la obtención de un producto concreto y en el que el resto de los posibles outputs se consideran subproductos sin valor económico, cuya eliminación comporta unos costos adicionales en la mayor parte de los casos. En la economía del agua, las externalidades (positivas o negativas) tienen un indudable valor económico, y por ello toda infraestructura hidráulica de cierta importancia se corresponde con el tipo de aprovechamiento hidráulico de fines múltiples, aunque el uso principal haya sido el único tomado en consideración al decidir sobre su construcción.
Por tanto, no vale la pena tratar específicamente aspectos más concretos concernientes a otros tipos de embalse, como los de regulación pura o los destinados al abastecimiento. Sea cual sea su objetivo principal, siempre se alcanzan, o pueden alcanzarse, con una correcta explotación, fines múltiples, que tienen una valoración económica y un valor social. Ambas valoraciones dependerán de las condiciones naturales del entorno en que el embalse actúa (cualquiera que sea la forma) sobre la disponibilidad de los recursos hidráulicos existentes.
La característica más relevante e influyente sobre el valor del agua es la correspondiente a su escasez. Así, con carácter general, será un bien más preciado en la áreas geográficas de clima desértico o semidesértico que en las de clima húmedo. En razón de su escasez absoluta en el caso de las primeras. Para las segundas el problema puede ser, por el contrario, el exceso de recursos y su falta de regulación natural, que se pueden traducir, fácilmente, en fuente de daños, cuya superación, mitigación, o simple asunción, otorga al agua un valor negativo en su estado natural, lo que confirma su carácter absolutamente singular como bien económico.
Sin embargo, tienen aún más importancia (salvo casos extremos) las circunstancias de escasez relativa. Se entiende por tal la calificación resultante de la comparación entre las disponibilidades del agua, que constituyen la oferta de agua posible como bien regulado natural o artificialmente, y la demanda de agua, globalmente considerada para usos productivos o ambientales. Ésta se integra por tres tipos de demandas diferenciadas: la demanda efectiva, la demanda potencial y la demanda opcional.
La demanda efectiva viene dada por los volúmenes precisos para el adecuado servicio de los aprovechamientos existentes: regadíos, abastecimientos, usos industriales, etc. La demanda potencial es la adicional previsible, en las áreas del desarrollo económico y del desarrollo social, para las zonas de posible abastecimiento en términos de viabilidad técnica y eficiencia económica. La demanda opcional corresponde básicamente a la posibilidad de una utilización ecológica, o en actividades de ocio, de los recursos hidráulicos existentes.
Establecer un correcto balance oferta-demanda de recursos hidráulicos precisa tomar en consideración aspectos tales como:
• Las disponibilidades constituyen, en cada momento, la oferta efectiva. Transformar recursos en disponibilidades siempre supone un coste y, en general, un costo (coste económico) que alguien debe asumir.
• La demanda efectiva o actual no puede entenderse desligada de su correspondencia con los distintos precios del agua soportados por los demandantes. La demanda puede ser muy rígida (por ejemplo en abastecimientos) y más elástica (respecto al precio) en otros usos (por ejemplo en regadíos).
• La demanda potencial puede analizarse en condiciones de precio análogas a las presentes, a niveles distintos de precio que no superen el precio de fuga correspondiente a demanda nula, o bajo el principio de asunción total de los costes por el usuario principal (y siempre bajo la óptica de que el agua demandada constituye un input en los procesos productivos).
• La demanda opcional aparece una vez superadas situaciones de necesidad extrema, o es impuesta en razón de prioridades sociales o políticas. Las disponibilidades detraídas de otros usos, o que precisen de regulación adicional para el servicio de esta demanda, representan un coste que no puede dejar de ser asumido.
• En economía del agua las demandas no se traducen íntegramente en consumos. Éstos son máximos en el caso de los regadíos y mínimos (nulos) en aprovechamientos hidroeléctricos. Los retornos de agua se incorporan a los recursos aguas abajo (y a los acuíferos), y plantean problemas de pérdida de calidad del agua que deben ser abordados y resueltos entre límites razonables.
Fig. 5. Navegando en aguas bravas. |
Fig. 6. Embalse de Cijara en el Guadiana. |
¿Quién paga el precio del agua?
La primera y más inmediata contestación es que el precio del agua, entendido como coste a asumir por su disponibilidad y uso en cantidad y calidad adecuadas, es soportado por el conjunto de la sociedad. Pero esta no es una respuesta esclarecedora y, por ello, la pregunta puede plantearse bajo dos alternativas:
¿Debe el usuario principal pagar un precio que cubra la totalidad de los costos?
¿Debe la sociedad como tal (y en su nombre las administraciones públicas) asumir parte de dichos costos?
Responder a ello nos lleva al tema general de cómo deben financiarse y explotarse las infraestructuras generales, lo que no puede caber en los estrechos límites de este discurso. Pero, sin embargo, sí podemos aportar algunas áreas de reflexión para el futuro.
Históricamente, tales infraestructuras se realizan por decisión del poder público; como graciosa donación, de una parte, y, de otra, como obligación impuesta respecto a su financiación o a su misma construcción (prestación obligatoria). Hay una contrapartida compensatoria a favor de quienes, con una u otra justificación, mantienen la titularidad de la infraestructura, la cual se traduce en la percepción de portazgos, a pagar por los usuarios de las mismas, en el más conocido caso de los caminos y carreteras.
Llegado el siglo xix se produce en Europa no sólo el triunfo del liberalismo, sino una verdadera revolución conceptual respecto al binomio individuo-sociedad, que lleva a múltiples revisiones en el tratamiento y consideración de las infraestructuras; bajo formas curiosas cuando no contradictorias. Se favorece, por ejemplo, la permeabilidad territorial con la prohibición que se impone en relación al cobro de portazgos, incluido el "derecho señoril", existente, por ejemplo, en relación con el vado para el paso del Duero en Vadocondes (Burgos). Se promueve, entre tanto, la construcción de caminos y ferrocarriles por particulares, como negocio industrial, tal y como reflejara, hace cien años, el ilustre ingeniero de caminos don Pablo de Alzola en su «Monografía de los caminos de Vizcaya».
A lo largo del siglo xx las sucesivas crisis económicas y los procesos inflacionistas agudos van a ir echando en manos del Estado –como administrador de la sociedad– no sólo la carga, más o menos plena, de las infraestructuras, sino también de sectores y empresas industriales en crisis, ampliando (incluso en exceso) el concepto de servicio público. Limitándonos a España y centrándonos en las infraestructuras hidráulicas, en torno a la mitad del siglo el Estado rescata (previo pago), por ejemplo, los canales del Esla y del Henares, se introduce en el campo de la hidroelectricidad (ENHER es un caso) y plantea distintas personalidades jurídicas sucesivas para el Canal de Isabel ii (también como ejemplo).
En el mismo umbral del siglo xxi la filosofía económica prevalente ha entronizado al mercado como nueva "Diosa de la razón", que arriesga conducir a una pandemia generalizada, sólo contenida por las aún imprecisas (y aún más discutidas) limitaciones impuestas en razón de la persistencia ineludible de una forma política nueva: el Estado de bienestar.
La "contaminación" (si así puede llamarse) alcanza en especial a la Unión Europea, tal como queda expuesto en su Libro Blanco sobre "Tasas equitativas por la utilización de infraestructuras", en relación con las infraestructuras de transporte, o en el contenido de su Directiva Marco sobre el Agua, manteniendo el principio de recuperación integral del coste, en el que llega a incluir, incluso, pagos por el usuario para la constitución de reservas para futuras mejoras y aplicaciones.
El peligro que encierra tal principio es el de la tácita reducción de la consideración de usuario al usuario principal o básico, con olvido de los beneficiarios colaterales y de la misma sociedad en su conjunto. Aquél ha de pechar con costos (incluidos los "financieros virtuales") que responden a:
• Necesidades de regulación para que nuestros ríos sean homologables, hasta cierto punto, con los centroeuropeos y resulte razonable la aplicación de una normativa común sobre precios del agua.
• Servicio a demandas ecológicas, que benefician realmente al conjunto de la sociedad (incluyendo las derivadas de la civilización del ocio).
• Imposición de condiciones severas sobre la calidad de los vertidos y las aguas infiltradas a los freáticos; cuya demanda para abastecimiento (la de estas últimas) es mucho menor que en el resto de Europa.
• Gratuidad social de las externalidades favorables.
Profundizar en los aspectos concernientes al precio del agua rebasa con mucho los límites de esta aportación personal al tema básico de consideración del agua como bien económico. Nuestras reservas intelectuales son máximas si se quiere considerar el precio como un simple precio de mercado y aun más si para ello se produce una revolucionaria privatización del agua, alterando sus limitaciones, su carácter de bien social, objeto de concesión reglada y específica, como la que se plantea actualmente en España con el llamado "mercado del agua".
Pero, aunque siempre guste personalmente de recordar a Kipling, yo no diría que "ésa es otra historia", más o menos tan transcendente como las del pasado. Es la historia inquietante e imprevisible de la economía del agua en España, al inicio del siglo XXI y en el seno de la Unión Europea. n
Notas
1. José González Paz, Curso de Economía, Publicaciones del Colegio de Ingenieros de Caminos, Canales y Puertos.
2. Precisamente el autor de este artículo fue relator general de las ponencias y comunicaciones presentadas sobre dicho tema.