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La administración del agua
Antonio J. Alcaraz Calvo *
* Ingeniero de Caminos, Canales y Puertos
Descriptores: Agua, Administración del agua, Dominio Público Hidráulico
El sistema administrativo hidráulico vigente
Las ideas básicas de la ley de 1985
La Constitución española de 1978 configuró una nueva organización política administrativa del territorio y, al atribuir competencias al Estado y su Administración general y a las Comunidades Autónomas, obligó de hecho a revisar las normas que con anterioridad regían en multitud de temas sectoriales sobre los que la Administración extendía sus labores de tutela, control o fomento con criterios más o menos estables desde tiempo atrás.
La sustitución de la más que centenaria Ley de Aguas de 1879 pasó, así, a ser necesaria no sólo desde la óptica técnico-administrativa sino también desde la organizativa, puesto que era perentorio armonizar lo preceptuado por los artículos 148 y 149 con la necesaria e inveterada práctica española de gestión del agua por cuencas naturales, con el tradicional sistema de acceso al uso privado basado en la concesión administrativa, y con aquellas normas y prácticas que el uso continuado por un lado y el estado de la ciencia y la técnica por otro venían dando por aceptables en la realidad social y económica de los últimos años del siglo XX.
El objeto de la nueva ley, fijado en su primer artículo, confiere a esta norma el carácter de pieza básica para todo el sistema administrativo estatal del agua, que abarca la regulación del Dominio Público Hidráulico, el uso del agua y el ejercicio de las competencias atribuidas al Estado en las materias relacionadas con dicho dominio. En su texto se define qué es y cómo se ordena el dominio público hidráulico, con novedades notables en cuanto a su extensión y escasas en lo que respecta a su uso y control (sólo hay avances en este sentido en los temas de calidad).
El concepto de Dominio Público Hidráulico avanza sobre contenidos anteriores e incluye las aguas subterráneas renovables, con rotundidad en su texto articulado, aunque con menor fuerza y sobre todo con escasa utilidad práctica en sus Disposiciones Transitorias. Este avance está causado por el reconocimiento técnico y sobre todo social de la unidad del ciclo hídrico en la naturaleza y del consecuente y necesario tratamiento unitario de su gestión y uso.
La ley recoge un esquema inicialmente sencillo de planificación (que posteriormente el reglamento complicó un tanto) tratando de orientar y racionalizar el uso del agua y demás componentes del Dominio Público Hidráulico en armonía, cita el artículo 38.1, con la naturaleza y con el uso de sus restantes bienes.
La figura concesional no varía, en esencia, respecto a la recogida por la ley de 1879, pero se refuerza el sistema de su aplicación y se incrementa la participación de los órganos de la Administración, configurando un entramado de trámites que la práctica ha demostrado excesivo e inútil para la mejora real del uso. Bien es verdad que la presión de los usuarios, la facilidad de su obtención, la resultante escasez y la notable pérdida de calidad justificaban el intento.
El marco competencial, como se ha indicado en los párrafos iniciales, obligaba y, a la vez, dificultó la redacción del texto desde la definición de la base territorial –natural o política– de aplicación del régimen de aprovechamiento hasta su procedimiento administrativo sancionador. La consolidación posterior de las competencias de las Comunidades Autónomas ha suavizado, salvo cuestiones localizadas, la práctica diaria de la ley.
El ámbito de la administración del agua en la ley
El artículo 1.2. de la ley marca el salto cualitativo más notable del texto de 1985 respecto a la situación anterior al definir con precisión que las aguas subterráneas renovables forman parte del Dominio Público Hidráulico. La justificación también está en el artículo indicado: por su integración en el ciclo hidráulico, los recursos superficiales y subterráneos constituyen un conjunto unitario.
En consecuencia con esta unidad, cualquiera que sea su estado o situación en el ciclo hidrológico, las aguas pluviales, las estancadas de forma natural y las embalsadas, las circulantes por cauces naturales y artificiales, las excedentes resultantes de cualquier uso, son públicas según la ley, y tal carácter se ratifica y, a veces, se matiza en diversos artículos del texto. Estas precisiones permiten, por ejemplo, un aprovechamiento "libre" de pequeños volúmenes de agua subterránea, el mantenimiento de su situación preexistente mientras no se produzcan modificaciones en su uso y alguna otra facilidad en su búsqueda y utilización.
En los restantes componentes del Dominio Público Hidráulico (DPH) hay menos modificaciones administrativas y casi todas en cauces y lechos, derivadas del cambio realizado sobre las aguas.
La ley dedica un título completo al procedimiento regulador de los usos del agua y del restante DPH. Confirma la separación entre usos comunes y especiales, sobre los que no establece grandes diferencias sobre la ley del 79 (salvo la eliminación de la pesca, competencia ambiental de las Comunidades Autónomas), y usos privativos, a los que dedica una gran atención.
Fig. 1. Rueda de la Albolafia, Córdoba. |
Fig. 2. Tramo del Canal Imperial de Aragón. |
Para estos últimos elimina la posibilidad de adquirir el derecho a su uso por prescripción, ratifica la concesión como la figura básica y reconoce explícitamente la posibilidad de uso por disposición legal que lo habilite. La idea tradicional de la concesión es "elevada a los altares" sin cambios notables y detallada, en su contenido y procedimiento de obtención, hasta extremos más propios de reglamento que de ley. De ello y del abundante desarrollo reglamentario del procedimiento resultan dos problemas que han incidido muy negativamente en la posterior administración del agua y que han llevado en algunos casos y lugares (sobre todo en acuíferos, aunque también en aguas circulantes por cauces superficiales) a situaciones de anarquía real. El primer problema es la falta de adecuación de la figura concesional a las modernas necesidades de los usos (por ejemplo el riego no siempre es conveniente hacerlo en la misma parcela, pero la ley adscribe el agua a un predio concreto) y el segundo es la dificultad en conseguir cualquier autorización (y todo debe ser autorizado) o cambio, por la rigidez aludida en el sistema de tramitación (pueden pasar dos o más años sin perfeccionar y finalizar los expedientes pertinentes, aun para los actos administrativos menos relevantes). Además, la regulación de los usos es genérica para todos ellos, de lo que resulta un texto muy teórico y abstracto. La posibilidad de dar concesiones "en precario" puede añadir más problemas a la gestión, aunque sea una salida provisional favorable para los usuarios. Sobre estas y otras cuestiones del sistema concesional la ley podría haber planteado algunas novedades significativas sobre la centenaria regulación previa. La modificación que en el momento de redactar estos párrafos está siendo debatida en las Cámaras por los representantes de los ciudadanos trata de mejorar alguno de los temas.
Igual situación de mantenimiento de la tradición se da en las secciones dedicadas a la organización interna de los usuarios, donde se trasponen los esquemas existentes de los regantes a la totalidad de los usuarios, olvidando, por ejemplo, la relevancia que la propia ley otorga al abastecimiento poblacional y produciendo, por ello, dificultades de integración de los Ayuntamientos en las Comunidades de Usuarios.
El exceso regulador de la ley sobre estas figuras de concesión y comunidad, prolongado en el reglamento, ha producido situaciones muy difíciles para la adecuada administración del agua, y quizás el caso más notable sea el del artículo 171 del Reglamento del Dominio Público Hidráulico, que condiciona la adopción de medidas sobre acuíferos sobreexplotados a la presencia (y por tanto existencia) de Comunidad de Usuarios.
Para paliar tan negativa visión conviene señalar los positivos intentos de relacionar planificación con gestión integrada y control y de limitar los abusos individuales sometiéndolos al interés general, especialmente en situaciones de escasez de agua, falta de calidad, exceso de aprovechamientos y algunas otras incidencias.
El aumento de atención hacia la calidad del agua
El salto cualitativo producido en los más de cien años de vigencia de la ley anterior obligó a los redactores de la ley 95 a un importante incremento de preceptos sobre este tema. La ley de 1879 fomentaba la "pureza" del agua, en consonancia con la situación del momento y la escasa importancia del problema. Posteriormente surgieron normas sectoriales con mayor o menor alcance, pero hasta 1958 no se produce un texto general sobre la protección del dominio que cubra la penuria de contenidos de la ley 1879 sobre la calidad. La creciente importancia de los vertidos y la contaminación introducida en el agua hacían imprescindible su regulación en la nueva ley. El Título v, dedicado a la protección del Dominio Público Hidráulico y a "la calidad de las aguas", tiene un desarrollo amplio y detallado pero, igual que en el tema concesional, poco novedoso para lo que podía esperarse de un texto que sustituía al Reglamento del 58, tras casi treinta años de aplicación (en buena medida, la ley refunde preceptos incluidos en el citado Reglamento de Policía, en el Decreto del 66 sobre regulación de embalses, etc. o mantiene ideas de la antigua ley). La escasez de sus avances conceptuales fue parcialmente subsanada tras la entrada de España en la Unión Europea y la obligada incorporación de la normativa europea, con lo que mejoró el contenido técnico del texto, pero no los procedimientos de control y las sanciones, con lo que el resultado final es escaso.
La ley incluye indicaciones sobre evaluación ambiental de las actuaciones anejas a las concesiones a otorgar que, en buena medida, avanzan sobre la normativa general aunque con poca concreción. Y también es novedosa al diferenciar el control de los vertidos y el mantenimiento de la calidad del recurso.
La autorización del vertido, impuesta en 1958, se extiende ahora a cualquier actividad susceptible de provocar contaminación y en particular al vertido de aguas residuales de forma directa e indirecta en cauces o subsuelo (por otra parte prohibido taxativamente en el artículo 89, en una contradicción que ha sido explicada y justificada en múltiples ocasiones). La inclusión de un canon por el vertido de residuos autorizados ha sido uno de los puntos más conflictivos de la ley de 1985 a la par que más inoperante, tanto por su poco adecuada redacción como por la duplicidad en cánones impuestos por algunas Comunidades Autónomas basándose en sus competencias sobre el saneamiento poblacional y la protección general del medio ambiente.
La regulación de la calidad del agua superficial y subterránea se efectúa a partir de la necesaria determinación en los Planes de cuenca de unos niveles teóricos de calidad que deben mantener los cauces y los acuíferos (artículo 40), criterio que habría sido positivo… si no se hubiese tardado otros ¡catorce años! en tener Planes aprobados.
Fig. 3. Acueducto de Amaniel del Canal de Isabel II. |
Fig. 4. Acueducto de Teruel. |
Conclusión. El agua es administrada por la organización del Estado y de sus Comunidades Autónomas
El contenido de la Ley de Aguas se extiende a la totalidad de las tareas de gestión y protección del agua y los otros componentes del Dominio Público Hidráulico a nivel de cuencas intercomunitarias, por lo que puede decirse que en la parte de territorio en que la Constitución otorga al Estado prerrogativas sobre el agua, la organización estatal y los órganos territoriales definidos en la ley ejercen la administración del agua… en lo que los propios ciudadanos permiten.
La Constitución, al tiempo que reserva al Estado las competencias desarrolladas en la Ley de Aguas, señala que las aguas intracomunitarias pueden ser ordenadas y sus aprovechamientos otorgados por la Comunidad Autónoma correspondiente, lo que ya ha sido asumido plenamente por Galicia y Cataluña. La posibilidad se extiende a las cuencas vertientes al Mediterráneo íntegramente contenidas en Andalucía, las del Tinto, Odiel, Piedras, Guadalete y Barbate, y a algunas de las que vierten al Cantábrico.
La evolución de las ideas sobre la administración del agua hasta llegar a la ley de 1985
El Derecho romano, no tan alejado de las ideas actuales como puede suponerse en una visión somera de las normas presentes y pasadas, partía de una hipótesis global absolutamente lógica: por su propia naturaleza algunas cosas, como el aire y el agua, son comunes a todos y otras pertenecen a los particulares.
De la generalidad a la particularidad, centrándonos en lo que compete a este escrito, diversos textos acotan lo anterior y establecen que los ríos son públicos… o de nadie y que el uso de las riberas es público, como el propio río, aunque tal publicidad se matiza cuando los ríos dejan de tener caudal en algún periodo de tiempo y cuando la ocupación de las riberas no impide la estancia, el acceso o la facilidad de navegación. Igualmente, en determinadas circunstancias, es posible a los ribereños utilizar aguas de los ríos públicos, aunque se establecen limitaciones a los usos excesivos que mengüen el caudal por debajo de su nivel de estiaje (¡sabia medida!).
En conclusión, sin tener una separación clara, el Derecho romano reconoció la existencia de cauces públicos y aguas privadas, estableciendo un somero esquema concesional para el uso de las primeras. Pero el carácter de publicidad varió con el tiempo y su titularidad estatal (del pueblo romano) o de nadie no quedó completamente definida.
En materia hidráulica, las Partidas fueron norma general hasta bien entrado el siglo XIX, trasponiendo casi sin solución de continuidad la gran mayoría de los preceptos romanos. Así, son reconocidos como de pertenencia común el aire, el agua, los ríos, sobre los que se acota su posible uso por los foráneos, y para los que se fija un posible aprovechamiento privado siempre que no "se embargue el uso comunal de ellos", haciendo una especial determinación de publicidad para los ríos navegables. Los aprovechamientos se condicionan bien a la propiedad de la ribera, bien al respeto a otros usos y, en algunos casos, al pago de un canon.
Este esquema general fue parcialmente acotado o modificado por Fueros locales u otorgamientos reales (regalías y señoríos) e incluso por planteamientos que podemos reconocer como concesionales o de adquisición de derechos por el propio uso. Así, es reconocido el derecho patrimonial al agua que nace en el predio y el paso al común cuando sale de él. Y también es corriente que el señor feudal tenga reconocido el derecho al uso de las aguas y los cauces o al cobro por el uso que puedan hacer sus vasallos. Las villas y sus concejos podían establecer también algún tipo de aprovechamiento privado, unitario o colectivo.
Y es, precisamente, en estos últimos tipos de derechos donde, a juicio de los expertos, se inicia la diferenciación entre patrimonio y dominio público que con el paso del tiempo y la consolidación del Estado moderno llegaría a ser la base de la normativa hidráulica aplicada en España desde mediados del siglo XIX.
El clima castellano y la escasez de aprovechamientos intensivos en la mayor parte de su territorio permitieron o aconsejaron el sistema de gestión indicado, en el que existe una cierta liberalidad en el uso, sólo supeditado al respeto al vecino y al reconocimiento en ciertos casos de prioridades o derechos de control de determinadas instituciones o entes.
Por el contrario, los riegos levantinos, usuarios de agua en cantidades notables desde la época árabe, necesitaban un mayor control, que se fue plasmando a partir de los primeros años del XVIII en instrucciones y tratados con diversa finalidad, todos ellos más o menos coincidentes en que las aguas eran de competencia estatal (del Rey), que podría ceder su uso y que los conflictos entre usuarios eran resueltos por un ente específico. Por ello, el acceso al uso requiere licencia previa, justificación de la necesidad del agua y, en muchos casos, pago por el aprovechamiento realizado.
Este esquema, más perfeccionado, más intervencionista y, hasta cierto punto, opuesto al de las Partidas se basa en la propiedad del Rey de los bienes públicos, cuyo uso puede ser otorgado a cualquier ciudadano. El reconocimiento de la existencia de esa propiedad o su negación diferencia el origen del derecho al uso. El titular cede o traspasa su poder, en el primer caso y por ello cobra, mientras que en el segundo el uso múltiple es ordenado por un órgano administrador del bien común y paga por el beneficio obtenido utilizando privadamente lo que pertenece al colectivo.
En el reino de Valencia a finales del XVIII, la regulación del aprovechamiento del agua conforme a los principios anteriores incluye el "descubrimiento" y uso de las subterráneas. La Instrucción de 1783 establece un procedimiento concesional complejo que incluye la información al propietario del terreno y la confrontación entre éste y el solicitante. La concesión real sólo otorga el derecho al uso (dominio útil), reservando el pleno dominio al rey, que se recupera de la pérdida de parte de su dominio percibiendo un canon por las mejoras y el mayor valor alcanzado por el bien empleado.
La Constitución de 1812, al otorgar la soberanía a la Nación libre, independiente e inapropiable por nadie (artículos 2 y 3), elimina la interpretación de los bienes públicos como parte patrimonial, quedando solamente aplicable el principio jurisdiccional como soporte conceptual para el otorgamiento de concesiones y autorizaciones por parte del Estado (administración en vez de propiedad).
Previamente, un decreto de 1811 vigente hasta 1814 había abolido los privilegios de señorío, y entre ellos los aprovechamientos de aguas, dejando su uso sometido "al derecho común y a las reglas municipales", aunque mantuvo la facultad de los propietarios al uso común al que puedan tener derecho como vecinos. Es decir, pierden la jurisdicción pero mantienen la autorización.
Restablecida la Constitución de 1812 se inicia un proceso liberalizador que mantuvo el derecho de aguas y la normativa sobre aprovechamientos en permanentes dudas sobre los principios e inseguridad en las garantías, y que evolucionó, acuciado por un creciente aunque escaso aumento de la industria y el comercio, a favor de facilitar la instalación de máquinas hidráulicas en los ríos, aunque no exista una clara determinación de abandonar el control de las aguas por el Patrimonio Real. Las concesiones de grandes aprovechamientos para riegos parten del principio de que es el Rey el que otorga el permiso para el aprovechamiento. Pero al mismo tiempo, subsiste la situación anterior por la que los usuarios en general, los concejos y los señoríos podían tener agua a su disposición, incluso con cierta consideración de propiedad.
De 1816 es la primera disposición de fomento del riego, limitada, tan sólo, a impulsar actuaciones de privados y Ayuntamientos, con la matización hecha en un decreto de 1819 de tener previamente obtenido "el correspondiente permiso del Gobierno" para la construcción de canales y la derivación de agua de los cursos naturales y manantiales o "del seno de las altas montañas". Parece clara la idea de limitación del permiso a tales actuaciones cuando en otro artículo señala la posibilidad de realizar riegos por medios que no exigen tal permiso.
Esta diferencia se fue orientando a lo largo del siglo XIX en el sentido de que la necesidad de realizar obras para conseguir el aprovechamiento era el hecho determinante de la autorización estatal. Por otra parte, la existencia de usos autorizados y usos generales generó conflictos, algunos motivados por las obras de conducción que requerían los primeros y otros derivados de la proximidad de usuarios privados y públicos, que fueron solventados con normas parciales sobre, por ejemplo, servidumbres de paso, prevalencia de los derechos existentes, una incipiente y no regulada policía de aguas ejercida por los jefes políticos, etc.
De esta época datan los primeros conflictos entre la jurisdicción ordinaria y la administración controladora del agua y también de estos años arranca el sentimiento de necesidad de una norma general que regule de forma especial los aprovechamientos de aguas y las actuaciones necesarias para su obtención a través de la figura de la concesión y, en síntesis y esencia, de la configuración del dominio público hidráulico.
La ley de 2 de abril de 1845 implanta en España el moderno derecho público administrativo, y del año siguiente es una real orden (14-3-1846) que exige con rotundidad la autorización previa a la instalación de empresas privadas y a los usos o aprovechamientos de cualquier tipo que se quieran efectuar con aguas de los ríos. En su artículo primero establece una primera clasificación de usos (primero, la navegación o flotación; segundo, utilización del cauce y el régimen de las aguas; tercero, el aprovechamiento y distribución de las aguas; cuarto, la construcción de obras en los ríos, incluyendo los puentes).
La orden fue entendida y aplicada como la finalización del derecho de propiedad de los colindantes y del poder de Concejos y señoríos y su sustitución por la prerrogativa previa del Estado sobre el agua y la necesidad de resolución concedente del aprovechamiento, incluso en el caso de que el usuario fuese el propio Patrimonio Real. En este marco normativo proliferaron las resoluciones autorizando aprovechamientos y amparando la constitución de organismos ejecutores de las obras necesarias y, así, de 1849 son por ejemplo el Sindicato de Riegos del Canal Imperial de Aragón, el de la Huerta de Alicante y el arranque del sistema de abastecimiento a Madrid, consolidado diez años después en el Canal de Isabel II.
Por una Orden de ese mismo año de 1849 se acota, aclara y perfecciona la de 1846 extendiendo su aplicación a todas las aguas corrientes y por una ley se establece la servidumbre de paso.
La calificación explícita de los ríos y cauces como bienes de dominio público se realiza en una orden de 1853, culminando un conjunto de normas anteriores que paulatinamente van asentando y perfeccionando la competencia estatal en la administración del agua. La orden, en realidad resolución de un recurso presentado por un particular, señala que con arreglo a las leyes del Reino, "las aguas de los ríos y sus cauces son de dominio público y por tanto no susceptibles de apropiación privada; sin que fuera de los usos comunes (…) pueda establecerse en ellos ninguno privado, sino en virtud de Real autorización y con arreglo a los Reglamentos de administración pública."
El proceso se cierra con órdenes de 1859 y 1860 que reescriben, detallan y perfeccionan las anteriores, al tiempo que acotan con definiciones técnicas los conceptos regulados.
El paso a la ley de 1866 y al magno y longevo texto de 1879 fue por tanto sencillo, puesto que desde 1845 se fueron fijando con claridad creciente los conceptos de dominio público, autorización previa al uso, universalidad de las aguas públicas, existencia de una jurisdicción contencioso administrativa, ejecutividad de las resoluciones de la Administración, zonas ribereñas de servidumbre, etc.
San Antonio (13 de junio) alumbró un texto que ha pervivido 106 años y que consolidó principios cuya bondad y conveniencia se habían afirmado durante los 35 anteriores.
Sus contenidos en materia de dominio público de las aguas fueron los mismos que los de la ley del 66 (y en esencia que los de la orden de 1846 y el decreto de 1860) y se extendieron a las aguas pluviales, que adquirían el carácter del terreno al que accedían; manantiales, que son públicos cuando aparecen en terreno público; corrientes continuas o discontinuas, públicas a partir de su incorporación a cauce público; estancadas, cuya publicidad es la del terreno que ocupan; y subterráneas, sobre las que, respetando la propiedad del predio, se establecen cautelas, limitaciones y condicionantes a su alumbramiento y uso.
Sobre los terrenos que ocupan las aguas y su entorno próximo, la ley define como privados los cauces de corrientes discontinuas y arroyos que atraviesan fincas privadas y como públicos los demás; las riberas son públicas, y las márgenes, según la naturaleza del terreno donde se ubican; los vasos de los lagos y charcas corresponden al titular del terreno si es el Estado, o al de los colindantes.
El Código Civil precisó conceptos, con alguna mayor exactitud y a favor en ciertos casos de la propiedad privada, principalmente los relativos a los tramos iniciales de los cursos de agua.
La otra parcela de la ley que interesa al contenido de este artículo, la del aprovechamiento, se ordenó a partir de la afección que su uso puede suponer al conjunto del dominio hidráulico y conforme a ello se definieron "aprovechamientos comunes", que no consumen o consumen poca agua, ni impiden otros usos y para los que no se precisa autorización, y "aprovechamientos especiales", que exigen concesión, por emplear cantidades significativas o perturbar otros aprovechamientos. Para estos últimos, también se admitió, como hizo la ley de 1866, la prescripción tras veinte años de uso.
La falta de desarrollo reglamentario del texto de la ley propició en primera instancia la aparición de normas provisionales y posteriormente la redacción de numerosas disposiciones que detallaban y precisaban su articulado y, en mayor medida, que pretendían adaptar la ley a las circunstancias y situaciones posteriores que carecían de cobertura en su texto.
Las novedades principales y los subsiguientes problemas para la aplicación de la ley vinieron por el continuo y notable incremento de la regulación mediante presas de embalse (la ley, se ha dicho, era para aguas fluyentes, no artificializadas, aunque esto no supuso un gran problema conceptual); por las sucesivas reorganizaciones de la Administración del Estado (que fueron haciendo cada vez más "peculiar y distinta" la organización territorial por cuencas) y las consecuentes variaciones competenciales; por el importante aumento de la presión socioeconómica sobre los recursos hidráulicos (que no fue atajado y encauzado adecuadamente por el sistema concesional en las superficiales y que rompió todos los esquemas de funcionamiento privado e individual en las subterráneas, donde las notables mejoras técnicas alcanzadas en la extracción y su irracional aplicación arrasaron –literalmente– multitud de acuíferos, carentes sus usuarios del mínimo control hasta la entrada en vigor de la ley de 1985, que, a su vez, tampoco se ha manifestado como suficiente para frenar el caos); por la proliferación de planes estatales de riego en los que no se tomó en consideración la necesidad de otorgar concesión previa a los usuarios individuales o a sus comunidades (lo que, en teoría al menos, se ha subsanado en la ley 85 con la inclusión de la determinación legal como forma de adquirir derechos junto con la concesión); por la anarquía de muchos ayuntamientos (que apoyados en la prioridad del abastecimiento poblacional sobre los demás usos, ni pidieron jamás la concesión, o si la tenían no la acomodaron a los cambios producidos, ni la Comisaría la dio de oficio), etc.
Las mayores incidencias sobre el contenido del Dominio Público Hidráulico se han producido no en las aguas, sino en los terrenos por ellas afectadas, riberas (donde han sido frecuentes los conflictos con usuarios y entes de la Administración, con alguna ley y diversas normas menores que aclararon… u oscurecieron la teoría), aguas residuales, alumbramiento de aguas subterráneas en terrenos de dominio público, etc.
El mayor desarrollo normativo se produjo en la gestión y control de los aprovechamientos, con la creación de los Registros de aprovechamientos, las disposiciones especiales sobre los hidroeléctricos, la tramitación y caducidad de concesiones, la financiación y construcción de obras hidráulicas y sobre todo la policía de aguas.
El futuro del Dominio Público y la administración del agua
El futuro inmediato vendrá condicionado por las modificaciones de la Ley de Aguas que, en el momento de redactar este texto, acaba de aprobar el pleno del Congreso (30 de septiembre de 1999) y que tras pasar por el debate en el Senado y su ratificación final se incorporarán a la normativa vigente. Los cambios que se introducen afectan a parcelas importantes de la esencia y los modos de hacer de la administración del agua y la gestión del Dominio Público Hidráulico, y según la exposición de motivos del texto aprobado por el Pleno, responden a la búsqueda de soluciones alternativas que, además de la reasignación de los recursos disponibles, permitan incrementar el agua utilizable aportando agua desalada o reutilizada, flexibilizar el actual régimen concesional, facilitando la cesión de derechos, o imponer prácticas de buena gestión, imponiendo controles o valores de referencia y normas de autorización más estrictas.
Fig. 5. Portada de La Confederación del Ebro: nueva política hidráulica, de Manuel Lorenzo Pardo. Madrid, Compañía Ibero-Americana de Publicaciones, 1930. |
El preámbulo recoge como justificación de la modificación dos hechos constatados en los años de vigencia de la ley y a los que se ha hecho alusión en las páginas anteriores: los problemas de aplicación de la ley a la práctica diaria de la gestión y la carencia de procedimientos adecuados para corregir las situaciones conflictivas planteadas por la sobreexplotación, el uso ilegal o el daño al Dominio Público Hidráulico. Los cambios afectan a todos los títulos de la ley "sin alterar sustantivamente la legislación preexistente", aunque en algún caso la reoriente de forma significativa, y con ello el legislador pretende eliminar las insuficiencias del texto anterior y permitir que la gestión del agua camine en el siglo xxi por las pautas que apunta la Unión Europea para el tratamiento del agua como un bien, a la par que económico, natural.
En el título I, de definición de contenidos del Dominio Público Hidráulico, se introducen cambios, como la ampliación de su ámbito con las aguas desaladas que tras su producción se incorporen a cualquiera de los elementos preexistentes del DPH. Es, por tanto, una ampliación condicionada a la utilización del recurso producido, y novedosa, no sólo por esto sino por ser el único elemento "artificial" entre los bienes, agua y suelo, que constituyen el dominio.
La idea, buena y necesaria, se complementa en un artículo 2 bis añadido a la ley en el que se dan las indicaciones sobre concesiones o autorizaciones que encauzarán las tareas de desalación, pero deberá tener un cuidadoso desarrollo reglamentario para salvar los múltiples escollos conceptuales que pueden presentarse en la práctica y para no caer en el caso de las normas ineficaces y en el de los problemas no resueltos a que alude la exposición de motivos. Y uno y no pequeño va a ser el concepto de agua continental y agua de mar, claros ambos en su esencia, y no tanto en sus linderos, cuando ambas aguas pueden ser tratadas para reducir su salinidad.
La introducción de las alteraciones de calidad entre las acciones prohibidas en los cauces privados, amplía, en concordancia con las ideas generales de la ley, el nivel de las obligaciones sobre "buena práctica" en el uso de los bienes naturales, más allá de su carácter demanial.
El apartado añadido en el artículo 11 precisa y acota un procedimiento que pretende armonizar la protección de los bienes y personas, la ordenación del territorio y el urbanismo y las competencias y actividades de las Administraciones competentes en agua y suelo, tareas todas ellas de difícil acomodación. Igual que las normas de desarrollo pueden ser importantes en la desalación, aquí la buena práctica interadministrativa será imprescindible para avanzar en la prevención de daños por avenidas.
En las modificaciones del Título II, definidor de los órganos de la Administración hidráulica, hay una sobre las funciones de la Junta de Gobierno, artículo 26, que es importante para el ejercicio de la administración del agua y su protección. Los cometidos anteriores eran más económico-administrativos que hidráulicos, aunque su única tarea en este aspecto, la declaración de sobreexplotación de acuíferos y la determinación de perímetros de protección, es fundamental para la buena gestión en zonas con problemas. Ahora se equilibra la situación y manteniendo su carácter de típico de consejo de administración se incrementan notablemente sus misiones técnicas, extendiéndolas a la práctica totalidad de las situaciones problemáticas del aprovechamiento del recurso y de la protección del DPH que contempla la Ley de Aguas. Así, a lo indicado sobre acuíferos y perímetros se añade la aprobación de medidas sobre el régimen de embalses y acuíferos (artículos 53 y 91) y el uso del DPH y sobre la protección de las zonas húmedas (artículo 101). Se le da audiencia previa en las decisiones del Gobierno sobre sequías o situaciones de necesidad, urgencia, etc. que requieren medidas con rango de Real Decreto (artículo 56). También se le da competencia para adaptar decisiones sobre la constitución y las ordenanzas de las Comunidades de Usuarios, aprobar criterios sobre indemnizaciones por daños al DPH e informar las propuestas de sanciones graves o muy graves con trascendencia sobre la buena gestión del recurso. Con todo ello, el grave peso que caía sobre el Presidente del Organismo se reparte con los miembros de la Junta, entre los que, de forma especial y predominante, los representantes de los usuarios y municipios participarán así en decisiones de gran trascendencia para los aprovechamientos y asumirán con ello notables parcelas de responsabilidad, acordes con sus conocimientos y con la idea básica de las Confederaciones Hidrográficas sobre la participación de los usuarios en la gestión del agua.
En el Título IV, de la utilización del DPH, se concentran algunas de las modificaciones más sustantivas del texto que están discutiendo las Cortes.
En primer lugar, se refuerza e incrementa la capacidad de los Organismos de cuenca para adoptar decisiones en situaciones de escasez y para imponer y exigir a los usuarios sistemas de control sobre caudales y volúmenes. Igualmente, se establece un procedimiento para la declaración de sobreexplotación del que antes carecía la ley pero que se definía en el Reglamento de manera muy poco acorde con la conveniencia de agilizar el proceso. Ambas modificaciones deberán ser muy positivas para resolver situaciones de carencia por sobreexplotación o sequía.
Fig. 6. Portada del primer volumen del Plan Nacional de Obras Hidráulicas, de Manuel Lorenzo Pardo. Ministerio de Obras Públicas, Centro de Estudios Hidrográficos, Madrid, Sucesores de Rivadeneyra, 1933. |
En el capítulo referente a autorizaciones y concesiones se ha incluido la modificación más controvertida y sobre la que se han polarizado numerosas discusiones y debates políticos, sociales, económicos y administrativos producidos hasta ahora y que, con seguridad, se prolongarán tras la entrada en vigor de la ley.
En esencia, la cesión concesional mediante contrato contenida en el nuevo artículo 61 bis puede aceptarse, con criterio amplio, como concordante con el de los artículos 57.4 y 63 (susceptibilidad de revisión en los casos de modificación de los supuestos que dieron lugar a la concesión o de petición del concesionario), 59.3 (sustitución de los caudales concedidos por otros de distinta procedencia) y 62 (previsión de modificación de las características de la concesión previa autorización administrativa). Pero la controversia surge porque el procedimiento es un tanto peculiar y con algunas connotaciones que, como las contraprestaciones económicas y la amplitud real de los casos en que puede realizarse el contrato de cesión, son difíciles de asimilar por los más puristas concesionalistas o por los más suspicaces defensores de la gratuidad del uso.
El apartado II del artículo es, probablemente, el único punto de posible acuerdo entre todas las opiniones, y su previsión de intercambio de recursos en las situaciones excepcionales regladas en los artículos 53, 54 y 56, al modo del Banco del Agua implantado en Estados Unidos en la etapa de escasez de los años noventa, había sido pedido desde muy diversos ámbitos de la sociedad y desde muchas partes del territorio.
Dejando el tema del contrato concesional al análisis de expertos juristas y administrativistas, conviene resaltar la acotación introducida en el artículo 57 sobre la consideración de las demandas ambientales como restricción a la cuantía y condiciones de oferta de los recursos al margen de los usos socioeconómicos potenciales consumidores de los recursos explotables.
La rotación permitida en las tierras regadas, incluida en la modificación del apartado 4 del artículo 59, y la declaración hecha en el mismo artículo del alcance de los "convenios de riego" del apartado 5 del artículo 73 son también dos mejoras notables sobre la anterior rigidez del sistema concesional.
En el capítulo sobre las Comunidades de Usuarios se completa la modificación del procedimiento declarador de sobreexplotación de acuíferos insistiendo en la necesidad de la existencia de la comunidad pero imponiendo plazos para su constitución, transcurridos los cuales, y para no impedir la declaración y la implantación de normas de gestión, se otorga al Organismo de cuenca la potestad de constituirla de oficio o de encomendar sus funciones a un órgano que represente a los usuarios afectados. Es de esperar que con estas acotaciones se pueda agilizar e independizar de trabas administrativas la aplicación real y práctica de medidas de racionalización y control en los acuíferos que lo necesiten.
Finalmente, en el Título v, de la protección del DPH y la calidad de las aguas, se introduce una modificación en el artículo 87 que viene a ratificar la titularidad del Estado sobre los cauces de dominio público. Y ello en un artículo que en su redacción inicial puede ser tildado de "anodino" (sólo señalaba la competencia de la Administración en la realización de los deslindes) pero que tras el cambio propuesto se eleva a la categoría de texto definidor, a la par de los incluidos en el Capítulo primero del Título I. E incluso, en una lectura más detallada, puede entenderse que los apartados 2 y 3 añadidos avanzan más allá y que al reconocer al deslinde un carácter declarativo de posesión se da un paso hacia la recuperación de ideas patrimoniales o de propiedad, abandonadas, como hemos visto, desde las primeras normas que configuraron el derecho hidráulico moderno de la España del siglo XIX. ¿Lapsus o cambio? ¿Tendrá que volverse a discutir y diferenciar entre el dominio administrado por los entes gestores del Estado por ser de todos (o de nadie) y la propiedad del Rey o del Estado cuyo uso se cede o se permite utilizar por unos pocos? Pensemos, dado que el artículo 87 de una ley no es el lugar más idóneo para introducir cambios doctrinales, y sin entrar en mayor análisis, que tan sólo se ha pretendido señalar los efectos y consecuencias tangibles de la realización de un deslinde frente a la propiedad de terceros y al reconocimiento que de ella se pretenda hacer en el Registro de la propiedad. Pero seguro que los expertos en Derecho Administrativo dedicarán a esta modificación más de un párrafo en los estudios que se hagan una vez aprobado el nuevo texto.
En su conjunto las modificaciones a la Ley de Aguas marcan un camino evolutivo no revolucionario (salvo el alcance final de los contratos de cesión de derechos) que no puede hacer cambiar mucho las expectativas anteriores sobre la vigencia futura del actual esquema administrativo del agua. Reincidiendo en comentarios incluidos por el redactor de este artículo en una comunicación al Congreso de Ingeniería Civil de Barcelona, noviembre 99, el siglo XXI tiene grandes probabilidades de ver morir el modelo concesional, o cuando menos su aceptación práctica por los usuarios, salvo que se consiga la integración real y efectiva del control del uso (basado en el otorgamiento y uso de los derechos concesionales) en el sistema físico de explotación al que pertenece cada concesión y que el aprovechamiento acate, con voluntad decidida y sentida por el titular, las normas de gestión y control que el colectivo de usuarios integrado en la Confederación Hidrográfica fije en cada caso. Para ello ha de producirse el sometimiento voluntario, y hay que insistir en ello, de los derechos concesionales a las posibilidades reales resultantes de una oferta cualitativa y cuantitativamente "sostenible", y que, igualmente, se demande un aprovechamiento colectivo regulado por normas, otra vez hay que insistir, aceptadas por todos, con capacidad para limitar el ejercicio de los derechos individuales y prevalecer sobre ellos. Y esto se consigue no tanto con un texto legal y un procedimiento mejor sino con un sentimiento colectivo de que, o se respeta un uso reglado protector del Dominio Público Hidráulico, o... se acaba.
¿Pesimismo?
Para concluir con un mejor ánimo hay que poner de manifiesto las esperanzas que genera la creciente participación de los usuarios en la gestión, su mayor incardinación en la organización confederal hidrográfica y la pujanza que la ordenación por cuencas alcanza, no sólo en España sino en el mundo entero, valores que pueden resultar suficientes para mantener y fortalecer el complejo mundo de la administración del agua.
Bibliografía
– Ley de Aguas.
– Acta del pleno del Congreso de los diputados de la sesión del 30-9-99.
– Las Partidas, de Alfonso X el Sabio.
– Novísima Recopilación de las leyes de España, 1805.
– El Derecho de Agua en España, A. Gallego, A. Menéndez-Rexach, y J. M. Díaz Lema.
– Derecho de Aguas, Sebastián Martín Retortillo, 1998.